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Escrito por Julio A. Muriente Pérez / Copresidente del MINH   
Miércoles, 09 de Mayo de 2012 02:58

Julio A. Muriente PérezCuando hablamos sobre el deterioro desenfrenado que enfrenta nuestra sociedad, solemos enfatizar, entre algunos otros asuntos, en la violencia y la criminalidad, el narcotráfico y la drogadicción, el suicidio y la situación económica. Ésas son, ciertamente, manifestaciones elocuentes del drama por el que pasa el País.



Si en lugar de ver cada una de esas situaciones por separado, las concebimos como piezas de un mismo rompecabezas, descubriremos que la condición de Puerto Rico es aún más grave. No es que el paciente tiene problemas en una mano o un brazo, en el cuello o en la espalda. Es que la enfermedad se ha ido regando por todo el cuerpo, que no van quedando órganos sanos, que se ha ido incapacitando progresivamente sin que pareciera haber el medicamento apropiado para detener la condición crónica.

Lo peor de todo es cuando hay quien pretenda convertir en algo “normal” o “inevitable” la condición del paciente, y nos exhorta a ser tolerantes, a resignarnos, a ser conformes, a encomendarnos a Dios.

Entonces se convierte en “normal” que funcionarios manipulen procesos electorales de la manera más inescrupulosa y cínica; que se eleve a los cargos más altos de agencias como Corrección a personas cuyos méritos consisten en recoger dineros para el partido; que con la misma falta de escrúpulos se trate de impedir que el Pueblo seleccione a personas de su confianza para formar parte de instituciones tan importantes como la Junta de Gobierno de la AEE; que se “cuelgue” a jueces con expedientes ejemplares por el solo pecado de pensar con cabeza propia y no ser sumisos al partido; que se derrochen millones de dólares del Pueblo en contratos para los amigos del gobierno de turno; que se nombre a un cómplice de terroristas como Superintendente de la Policía; que se manipulen estadísticas y se mienta en un vano intento de pintar al país de color de rosa, cuando en realidad se cae en cantos…

Entonces se convierte en “normal” la chavacanería y la vulgaridad en los medios de comunicación; el insulto y la difamación como herramienta principal de hacer campaña política; la obstinación antipatriótica de los anexionistas con el inglés y la multiestrellada, víctimas del sindrome de amor no correspondido; el análisis frívolo y superficial de estadolibristas que sesenta años después de la fundación de su criatura están en negación y no saben para dónde ir…

Claro, el matiz apocalíptico de este cuadro de situación provoca en muchos la actitud “normal” de que aquí no hay nada que buscar, que esto no tiene remedio, que para qué perder el tiempo en luchas infructuosas, que lo mejor es vivir como se pueda el resto de vida que nos queda, a ver si en la otra vida… O emigramos, o nos desconectamos de todo, o me compro un “jom tiater”, una nevera grande…

Y que los malos, los mediocres, los corruptos, los perversos, se repartan el País.

Sí, es cierto que en más de una ocasión le ha pasado por la mente al enfermo crónico quitarse la vida, que siente que no hay recuperación posible, que no ve luz al otro lado del túnel. Bueno, quizá eso es lo que interesan algunos, que uno se rinda, se humille, se entregue, o que simplemente mire para el otro lado.

Por lo pronto, apliquemos toda la ecuanimidad del mundo en reconocer la naturaleza caótica en que se encuentra Puerto Rico. Pero no para desesperarnos. No para la desesperanza; para la esperanza. Es nuestro País, es nuestra vida, individual y colectiva lo que está en juego. Es nuestro País, nuestras vidas, a las que les están haciendo daño.

¿Alguien tiene vocación de masoquista? ¿O vamos a dar la lucha por la vida y el País? ¿Le entregamos el País en bandeja de plata a quienes quieren destruirlo, o hacemos lo que haya que hacer para rescatarlo en nombre de la dignidad, de la bondad, de la solidaridad, del amor, de la vida misma?

Este País que tanto queremos, como está, se va haciendo cada día más insoportable, más indeseable, más incómodo, más inseguro, más insensible, más impertinente. Es la herencia y el fruto de 60 años de ELA, de 114 años de colonialismo u.s.a., de 519 casi 520 de colonialismo sin un instante para hacer las cosas libremente, sin el tutelaje ni la reprimenda de nadie. Ésa es razón más que suficiente para la inconformidad.

A crear esa “normalidad” en libertad, nueva y superior, es que nos llaman nuestros hijos, nuestros niños y jóvenes, nuestros árboles, nuestros ríos. A ver qué hacemos…

 

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