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Las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki: ¡Para que no se nos olviden! PDF Imprimir Correo
Escrito por Alejandro Torres Rivera / MINH   
Jueves, 11 de Agosto de 2011 09:50

hiroshimaDurante la última conferencia aliada celebrada en la ciudad de Potsdam, a las afueras de Berlín, entre los días 17 de julio y el 2 de agosto de 1945,  [...]

 

 

 

los dirigentes políticos de las principales potencias aliadas discutieron los términos y condiciones sobre los cuales se daría la ocupación aliada de Alemania. También acordaron en esa ocasión darle un ultimátum al Ejército Imperial japonés reclamando su rendición incondicional. Eran las postrimerías de un conflicto internacional que, en el escenario europeo, comenzó con la invasión alemana a la región conocida como los Sudetes en 1938 y que más adelante, empalmaría con la invasión de Polonia a partir del 1 de septiembre de 1939. En el caso de Japón, la contienda que involucra a Estados Unidos en la guerra se produce a partir del ataque de la Armada Imperial a la Flota estadounidense del Pacífico fondeada en la Base de Pearl Harbor en Hawai el 7 de diciembre de 1941.

El 6 de agosto de 1945, a partir de una Orden Secreta suscrita desde el mes de julio del mismo año, el Presidente Harry S. Truman había decidido utilizar una nueva arma, desarrollada sobre el más riguroso secreto, donde por primera vez en la historia de la humanidad, la energía liberada por el átomo sería utilizada como arma de destrucción. La bomba atómica, apodada por los militares estadounidenses como “Little Boy”, fue lanzada sobre la ciudad de Hiroshima  seguida  más adelante con el lanzamiento de una segunda bomba, esta vez construida y diseñada como una bomba de plutonio, sobre la ciudad de Nagasaki.

De acuerdo con los historiadores, la decisión del Presidente Truman de recurrir a este tipo de armamento para forzar a Japón a su rendición, estuvo impulsada por la experiencia sufrida por el ejército estadounidense en la batalla por el control de Okinawa. En ella, un Japón sin poder naval ni aéreo, opuso una tenaz y encarnizada resistencia frente a las unidades de la Infantería de Marina de Estados Unidos causándole cuantiosas bajas, lo que llevó a analistas militares a estimar que el número de muertos y heridos estadounidenses en el proceso de una invasión a Japón, podría conllevar cerca de 1.4 millones de bajas, así como cobrar la vida de millones de civiles y milicianos japoneses que habían sido entrenados para la defensa de su patria llegando hasta el último de los sacrificios.

Otros analistas han indicado que lo que impulsó al Presidente Truman a firmar la Orden fue el cuestionamiento hecho por un cercano colaborador sobre cómo él respondería en su condición de Presidente ante el pueblo estadounidense de cara a una próxima elección presidencial cuando el ciudadano promedio se enterara que, teniendo a su alcance el poderío que representaba este tipo de armamento, expusiera a sus propias tropas a pérdidas tan sustanciales en un intento de ocupación militar de Japón mediante métodos convencionales. Recordemos que en los pasados años, específicamente a partir del Ataque japonés a Pearl Harbor, se inculcó en la mente de los estadounidenses la condena de esta fecha como el “Día de la Infamia”, y en consecuencia, la venganza de dicha afrenta a la dignidad nacional estadounidense contra el Imperio japonés.

Mucho se ha debatido desde entonces si las acciones de Estados Unidos eran del todo condenables o si estuvieron legalmente, moralmente, humanitariamente justificadas.

De acuerdo con Martin B. Jennifer, en una monografía escrita bajo el título Hiroshima y Nagasaki: La Bomba Atómica, entre el mes de diciembre de 1944 y febrero de 1945, Estados Unidos había mantenido un bombardeo sistemático sobre Japón descargando miles de toneladas de bombas sobre su territorio al extremo que ya, para finales de febrero, sus defensas aéreas habían sido eliminadas y los principales objetivos de interés militar alcanzados. Indica también, que a partir del 10 de marzo de 1945, Estados Unidos cambió su estrategia en los bombardeos, procediendo a fijar como valor estratégico en la guerra no ya objetivos militares o económicos, sino la destrucción de ciudades completas y zonas extensas consideradas estratégicas sustituyendo el tipo de bombas a ser lanzadas no por bombas convencionales, sino por bombas incendiarias de napalm.

Esta estrategia llevó a sectores dentro del gobierno del Japón a procurar iniciar negociaciones para poner fin a la guerra desde la primavera del 1945. Es en parte el conocimiento del inicio de tales iniciativas, lo que lleva eventualmente a Truman a endurecer su posición exigiendo, en condición de ultimátum, la rendición total e incondicional del Japón.

El 3 de agosto el Presidente Truman impartió la orden de lanzar contra Japón una primera Bomba Atómica. Se hizo una preselección de cuatro ciudades donde podrían ser lanzadas las nuevas bombas: Hiroshima, Nagasaki, Kokura y Niggata. El 6 de agosto de 1945 partió rumbo a la ciudad de Hiroshima, Japón, el grupo de bombardeos B-29 uno de los cuales era portador de la Bomba Atómica. El Presidente Truman, en un mensaje dirigido al pueblo estadounidense anunció el evento con las siguientes palabras:



“Hace poco tiempo un avión americano ha lanzado una bomba sobre Hiroshima inutilizándola para el enemigo. Los japoneses comenzaron la guerra por el aire en Pearl Harbor, han sido correspondidos sobradamente. Pero este no es el final, con esta bomba hemos añadido una dimensión nueva y revolucionaria a la destrucción. Si no aceptan nuestras condiciones pueden esperar una lluvia de fuego que sembrará más ruinas que todas las hasta ahora vistas sobre la tierra.”



Indica Jennifer en su monografía, que el alto mando japonés creyó que Estados Unidos poseía solo una bomba, por lo que estando ya hecho el daño, optaron por continuar resistiendo. El día 9 de agosto, es decir, tres días después  del lanzamiento de la primera bomba, en Nagasaki, situada en una de las islas menores de Japón llamada Kyushu, fue lanzada una segunda bomba, esta vez a  base de plutonio.

El profesor Joaquín Chévere, en su escrito titulado Lanzamiento de la Bomba Atómica en Hiroshima, por su parte, nos indica lo siguiente:

 

“[E]n marzo de 1945 la ciudad de Tokio, la capital, había sido devastada por bombardeos que duraron dos días. Miles de muertos y heridos. Destrucción masiva de la infraestructura y miles de viviendas. Para julio de ese año 1945 la aviación estadounidense había bombardeado las 60 mayores ciudades japonesas (incluyendo Tokio), destruyendo millones de viviendas y provocando la evacuación masiva de millones de ciudadanos civiles. Cerca de 100,000 las  bajas entre muertos y heridos. Durante ese mes de julio el gobierno de Japón le envió varios mensajes de paz a los aliados en los que le expresaron su deseo de terminar la guerra. El gobierno de la Unión Soviética fue el mensajero. Los aliados los ignoraron. Es dentro de esas circunstancias críticas, de un país desolado y sitiado militarmente que ocurren las tragedias de Hiroshima y Nagasaki.”



La realidad es que a partir de la firma de la Orden Ejecutiva por el Presidente, se escogieron ciudades japonesas muy pobladas donde a base de consideraciones logísticas y del impacto causado en la población japonesa, pudieran ser lanzadas las bombas. El efecto causado en la siquis de las personas debería ser, a juicio de los analistas militares, tan catastrófico para el Japón que obligara al Emperador y a la casta militar japonesa a rendirse en forma incondicional a las fuerzas aliadas. El grado de destrucción física y las pérdidas humanas serían para Estados Unidos la garantía de la capitulación del Imperio del Sol Naciente.

Las pérdidas causadas por ambas bombas se estima en un cuarto de millón de vidas, poco más de cien veces el número de muertos ocasionados por el Japón a Estados Unidos en su ataque a Pearl Harbor.

En su escrito, Jennifer indica que la acción bélica de Estados Unidos con el lanzamiento de estas dos bombas fue violatorio del derecho internacional entonces vigente conforme lo dispuesto en tratados de 1899, 1907 y 1923, conocidos como Convención de La Haya, donde sobre la guerra aérea, establecen que los derechos de los estados contendientes, unos sobre otros, “no pueden ser ilimitados”; la prohibición de los ataques o bombardeos “de ciudades y aldeas indefensas”; la prohibición sobre “el bombardeo aéreo con motivos de aterrorizar a la población civil, así como la destrucción de sus propiedades y la agresión a los no combatientes”. Tales actos eran entonces y serían hoy, en un sentido estricto, crímenes contra la humanidad.

Al presente, los escenarios de las guerras son distintos. Si bien se ha reducido la masificación de la muerte como resultado de un solo acto, no menos cierto es que la prolongación de conflictos militares como por ejemplo los de Iraq y Afganistán, han conllevado también la muerte de cientos de miles de personas, mayormente no combatientes, esto sin contar con cientos de miles de víctimas producidas como resultado de la falta de higiene, servicios médicos y hospitalarios, y efectos los contaminantes resultantes de tales guerras.

El recuerdo de lo ocurrido en Hiroshima o Nagasaki en 1945, sin embargo, tiene el potencial de repetirse. Está en nuestra humanidad impedirlo.

Última actualización en Jueves, 11 de Agosto de 2011 10:07
 

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