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Nuestra América en el siglo XXI PDF Imprimir Correo
Escrito por Armando Hart Dávalos   
Jueves, 26 de Enero de 2017 23:21

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Ha llegado al fin la hora de América, la nuestra, la de Bolívar y Martí. La hora de la que nos habló el Apóstol, la de proclamar nuestra segunda y definitiva independencia, y el 30 de enero, fecha de la publicación en México de su ensayo “Nuestra América” conmemoramos el Día de la Identidad Latinoamericana.



Fue Martí quien en ese visionario trabajo nos llamó a interpretar y transformar nuestra realidad a partir de las condiciones concretas de los pueblos latinoamericanos. Ese llamado mantiene plena vigencia en nuestros días. Allí advirtió hace más de un siglo de los peligros que amenazaban la independencia conquistada a comienzos del siglo xix y a vencer el libro importado y las fórmulas copiadas de Europa señalando:

“La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. […] El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país”.

Las diferencias de espacio y tiempo determinan las formas en que se materializan las verdades esenciales. Estas son extraordinariamente variadas y se presentan con acontecimientos muchas veces imprevistos. Así ha sido a lo largo de la historia de la humanidad. Hoy, esos acontecimientos se manifiestan, en ocasiones, con violencia extrema, pero todo refleja la necesidad de una transformación económica, política y social de vasto alcance internacional.

Debemos tomar plena conciencia de que Bolívar y Martí tienen mucho que hacer en América, y lo primero será estudiar, describir y promover, a partir de sus vidas, la identidad de nuestro “pequeño género humano” y avanzar hacia un mundo más solidario donde la justicia impere con un verdadero sentido de universalidad. Reconózcase eso y se podrán hallar las vías de un futuro posible, luminoso y grandioso de la especie humana. Solo de esta manera podemos enfrentar la tragedia que tenemos ante nosotros: la humanidad está amenazada de muerte.

Por primera vez en la dilatada historia del hombre existe el peligro real de que nuestra especie no pueda sobrevivir a causa de una catástrofe ecológica de enormes proporciones o de guerras devastadoras que rompan el equilibrio, cada vez más precario, que hace posible la vida sobre el planeta Tierra.

Para salvar a nuestra civilización de la catástrofe que la amenaza, debemos partir de lo que nos diferencia y distingue del pensamiento llamado occidental. Si en la cultura europea se llegó a las más profundas verdades científicas, filosóficas y políticas sobre el fundamento de la racionalidad e incluso rebasándola con el pensamiento dialéctico, en nuestra América podemos llegar aún más alto exaltando no solo el valor de la inteligencia y la razón, sino también el de la conciencia, el amor y la fraternidad entre los hombres. Esto lo podemos hacer a partir de estudiar la vida de nuestros grandes próceres y pensadores. En el Libertador y en el Apóstol podemos encontrar un referente esencial. Bolívar nos caracterizó como “pequeño género humano”. Martí afirmó: “Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”. He ahí las claves de lo que distingue a nuestra gran patria latinoamericana y caribeña y nos permite relacionarnos con el mundo.

El pensamiento filosófico europeo alcanzó la más elevada cumbre cuando Marx y Engels afirmaron que los filósofos, hasta entonces, se habían encargado de describir el mundo y de lo que se trataba era de transformarlo. Sobre el cimiento de esa sabiduría se erigió el intento de transformación del mundo a favor de la justicia. Su punto más alto está en Lenin pero, por desgracia, aquella aspiración luminosa fracasó.

La que posteriormente Martí calificara como Nuestra América, en cambio, inició su historia filosófica, la de sus ideas, desde que se planteó ya en tiempos de Francisco de Miranda, cambiar el mundo a favor de la justicia. Esta aspiración, la de la utopía latinoamericana y caribeña, se mantiene viva en la vida y obra de los más grandes próceres y pensadores de estos dos últimos siglos de historia.

Recordemos en esta línea de pensamiento a ese gran venezolano, Simón Rodríguez, maestro de Bolívar, figura relevante que debemos estudiar. Fue él quien dijo: “¿Dónde iremos a buscar modelos? La América Española es original. Original han de ser sus Instituciones y su Gobierno. Y originales los medios de fundar unas y otros. O inventamos o erramos”.

En Martí encontramos los elementos germinales de lo que fue, es y será la América en el siglo xxi y se fundamenta en estos dos aspectos esenciales:

-Una cultura orientada a favor de la transformación del mundo a partir de concebir la justicia con valor y alcance universales.

-La vida y obra de estas personalidades muestran el poder, la fuerza y la riqueza de la cultura para orientar la mejor política.

Nuestra América debe presentar, como respuesta a la fragmentación y decadencia bien evidentes del pensamiento occidental, la solidez de nuestra tradición cultural y su valor utópico encaminado al propósito de la integración y del equilibrio entre los hombres y las naciones. No nos perdamos en discusiones bizantinas que a nada conducen, estudiemos la historia concreta de nuestros pueblos y sus próceres y pensadores, y encontraremos el camino de una identidad común.

El sistema social dominante intenta hacer pasar de contrabando una concepción de cultura que combina el empleo mal intencionado de las formas del lenguaje con la manipulación de las imágenes, para presentar la realidad de manera distorsionada e influir así en millones de seres humanos a través del engaño o del escamoteo de la verdad con el fin de   intereses egoístas y parciales. Como ha señalado Ignacio Ramonet, “Los medios ya no se dirigen a nosotros para trasmitirnos informaciones objetivas, sino para conquistar nuestros espíritus”. Goebbels, ideólogo del nazismo, lo expresa así: “No hablamos para expresar algo sino para obtener un determinado efecto”.

Los grandes cambios sociales y políticos en la historia han ido precedidos siempre de transformaciones en el campo de las ideas. Unamos esfuerzos para promover, en la intelectualidad latinoamericana y caribeña con los fundamentos de nuestras tradiciones, la reflexión acerca de nuestro presente y de nuestro futuro, sobre la base del respeto a nuestras identidades culturales nacionales y regionales. Recorramos este camino para abrirle paso al entendimiento, a la comprensión y, en definitiva, para que nuestro continente pueda desempeñar el papel que le corresponde en el mundo de hoy y de mañana. No hay modernidad genuina, de índole universal, si no entra en el debate y el análisis el papel de la cultura y de la tradición histórica de América Latina y el Caribe.

Hace falta la luz de la cultura, de nuestra tradición, de nuestra historia latinoamericana y caribeña, para iluminarnos el camino. Hagamos un alto, dejemos al lado, por un momento, las diferencias ideológicas que puedan separarnos y pensemos en todos los elementos de identidad y de cultura que tenemos y pueden unirnos. Las mejores ideas y los mejores esquemas serán aquellos que nos permitan enfrentar, en la América Latina y el Caribe, el presente y el futuro de forma unida. No hay para nuestros pueblos otra solución que la unidad. La hemos estado buscando por las vías políticas y se han realizado enormes esfuerzos, pero se han encontrado graves dificultades. La hemos estado planteando por las vías económicas y, en especial, por el rechazo a la deuda externa, y no se han encontrado fáciles caminos de comprensión. La planteamos ahora, además, por las vías de la cultura y de la promoción y exaltación de nuestros valores artísticos, intelectuales y morales.

Para ir a sus esencias y recorrer este camino, orientémonos por José Martí cuando dijo que: “Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos” En cuanto a Cuba, estamos en pie para salvar la Revolución Socialista, y desde luego la Revolución de Martí y de Bolívar. Y en esa obra de salvamento y de servicio histórico, la unidad constituye el primer objetivo de los revolucionarios, precisamente porque el enemigo promueve la división. Para marchar por este rumbo, ha de comprenderse que el problema de la independencia y, por tanto, de nuestra identidad como nación, no es una cuestión simplemente de cambio de formas. Había, y hay, que cambiar el espíritu; había, y hay, que situarse del lado de los oprimidos; había, y hay, que afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores.

En la América bolivariana y martiana no hay diálogo posible con el pensamiento anexionista y con quienes quieren entregar nuestros países a los brazos de la ideología de pretensiones hegemónicas presente en los círculos gobernantes del imperialismo yanqui. Nuestra identidad, nuestra cultura y, por tanto, nuestra democracia, se mueven en el espectro amplísimo del antimperialismo, poseen vocación de servicio universal.

Vincular el concepto de desarrollo material con el de crecimiento y mejoramiento social y cultural es la única respuesta válida que exigirá empeños y luchas de la más diversa índole. En el campo del desarrollo del pensamiento revolucionario y de la cultura política, tenemos que levantar con toda dignidad la necesidad de que el desarrollo material vaya acompañado del desarrollo social con todas sus implicaciones. Y en la esencia de esta problemática se halla la cuestión de la identidad cultural.

En la América bolivariana y martiana no hay diálogo posible con el pensamiento anexionista y con quienes quieren entregar nuestros países a los brazos de la ideología de pretensiones hegemónicas presente en los círculos gobernantes del imperialismo yanqui. Nuestra identidad, nuestra cultura y, por tanto, nuestra democracia, se mueven en el espectro amplísimo del antimperialismo, tienen vocación de servicio universal.

Vincular el concepto de desarrollo material con el de crecimiento y mejoramiento social y cultural es la única respuesta válida que exigirá empeños y luchas de la más diversa índole. En el campo del desarrollo del pensamiento revolucionario y de la cultura política, tenemos que levantar con toda dignidad la necesidad de que el desarrollo material vaya acompañado del desarrollo social con todas sus implicaciones. Y en la esencia de esta problemática se halla la cuestión de la identidad cultural.

Tanto a escala regional, nacional, como multinacional y universal, no existen posibilidades reales de transformaciones democráticas capaces de abrir paso a sistemas sociales justos y de amplia participación si no somos capaces de hallar los vínculos entre identidad, universalidad y civilización, y de articularlos como si fuéramos artífices de la historia. En las relaciones, a veces contradictorias, entre estas tres categorías está el vórtice de lo que he llamado el ciclón posmoderno, para utilizar un término de moda.

El valor práctico de esta identidad se puede apreciar en la historia concreta del pueblo cubano que hermanó, desde los tiempos de génesis y fundación, la lucha por la libertad, la independencia y la justicia social, con la aspiración de que la cultura y la ciencia llegaran a ser componentes sustantivos del ideario político y ético del país. Esto no es retórica, es carne viva y sangre de nuestra historia nacional.

Para la realización de todo este esfuerzo se requiere de una cultura general integral como la que tiene América. Los grandes pensadores latinoamericanos, desde los mencionados Francisco de Miranda, Simón Rodríguez, Félix Varela y José de la Luz y Caballero, hasta los de hoy, tuvieron una aspiración a la cultura general integral. ¿Cuál es la originalidad de Martí y de Fidel? Que ambos volcaron esa cultura en lo que el Apóstol llamó el arte de hacer política. Su definición de política resulta muy esclarecedora:

“La política es el arte de inventar un recurso a cada nuevo recurso de los contrarios, de convertir los reveses en fortuna; de adecuarse al momento presente, sin que la adecuación, cueste el sacrificio, o la merma importante del ideal que se persigue; de cejar para tomar empuje; de caer sobre el enemigo, antes de que tenga sus ejércitos en fila, y su batalla preparada”.

Se observará que es una categoría de la práctica, válida para cualquier política que pretenda ser eficaz. Martí la relacionaba con la ética; he ahí los fundamentos de su universalidad.

En el pensamiento martiano, es un componente esencial la articulación de estas tres categorías: ética, política y derecho, sobre el fundamento de la cultura general integral. Es la fórmula latinoamericana y caribeña que presenta al mundo de hoy.

Por estas razones, como el principal error práctico de la llamada izquierda del siglo xx, ya señalado, fue divorciar la política de la cultura, el primer deber de los hombres de cultura está en buscar la relación con la política práctica. Ahí está la clave del socialismo que necesita el siglo xxi.

No estamos hablando pues de cultura política –que la tienen todos nuestros grandes pensadores–, sino de cultura de cómo se hace política, de lo que hemos llamado cultura de hacer política, que consiste, en esencia, en superar –como he dicho– el viejo principio conservador de “divide y vencerás” y establecer el principio revolucionario de “unir para vencer”.

Cada día tengo mayor satisfacción al recordar que la Generación del Centenario de Martí, la de Fidel, desde hace más de medio siglo mantiene la cultura ética como tema central.

Recordemos que nunca en la historia de las ideas de Occidente se hizo un profundo análisis filosófico científico de la ética que pudiera dar luz sobre su importancia práctica.

Una prueba de la fuerza real de la ética la da el hecho de que las religiones la han tomado como elemento esencial. Siempre fue un asunto fundamental de todas las religiones, incluso desde una concepción metafísica, a través de la ética se envía el mensaje de las ideas. Por eso, Martí dijo que Dios estaba en la idea del bien. Nosotros, procurando buscar la idea del bien en la práctica concreta de la vida y de la historia, tenemos que analizar la importancia de las condiciones económico-sociales y del desarrollo cultural en general.

Un elemento esencial de esa cultura de hacer política es la conjunción de la radicalidad en la defensa de los principios con formas armoniosas para lograr el más amplio respaldo a los objetivos que se persiguen. Hay quienes son radicales y no son armoniosos, por ello crean innumerables problemas. Hay quienes intentan ser armoniosos y no son radicales, y no logran nada realmente efectivo. El pensamiento revolucionario de Martí y de Fidel está insertado en estas dos categorías fundamentales: armonioso y radical.

Ha llegado la hora de superar esquemas y dogmatismos que nos llegaron de fuera con diferentes etiquetas y estudiar la vida y la obra de todos los pensadores y forjadores de grandes ideas a lo largo de la historia. Es la única forma política y científica para hallar un camino que nos libere de los sistemas opresivos y nos permita arribar a una genuina humanidad, como la que soñaron los grandes utópicos. Y esto solo lo podemos hacer con principios científicos y cultivando el amor y la solidaridad.

Si en Europa y Estados Unidos pusieron en antagonismo las ideas de unos sabios respecto a otros, en América Latina se procuró siempre la articulación y la armonía, por eso pudo recrear el pensar occidental, renovarlo y situarlo como la opción necesaria hacia el futuro. Mientras que en aquellas latitudes se divide y se pone en antagonismo el patrimonio de los sabios, en América Latina y el Caribe se promueve una síntesis de lo mejor del pensamiento de todos los sabios y la recrea, teniendo como fundamento la justicia como sol del mundo moral y el derecho, cuya esencia se halla en la búsqueda de la dignidad plena del hombre sin distinción de clase alguna. “[…] dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos”, dijo José Martí.

Esa es nuestra América, la de Bolívar y Martí, dos gigantes que junto a la inmensa legión de próceres y pensadores, constituyen referentes indispensables para la búsqueda del camino que nos conduzca al socialismo del siglo XXI.

 

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