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Carta de Oscar López: Una callada sombra PDF Imprimir Correo
Escrito por Oscar López Rivera   
Lunes, 30 de Septiembre de 2013 23:43

oscarMi querida Karina, en estos días he estado recordando un episodio que creo que marcó mi vida. Es curioso que la memoria guarde, de entre tantos horrores que hemos visto, un hecho en particular, que a lo mejor no es el más sangriento ni el que más dolor causó, pero sí el que se queda para siempre en el alma y se revive cuando somos mayores.



Tenía tu edad cuando fui llamado a pelear en Vietnam. Llegué a la guerra en marzo de 1966.

Me asignaron a la base de Lai Khe, aunque solo estuve allí unos pocos días. Pronto me mandaron a participar en operaciones itinerantes, que duraban semanas, casi siempre bastante cerca de Saigón.

Fue en los alrededores de esa base, la de Lai Khe, donde vi por vez primera el efecto que causaba el agente naranja, ese defoliante usado para arrasar la selva. En la base se guardaban los barriles (con franjas de color naranja), y los aviones de asperjar el químico, que parecían inofensivos, como los de fumigar el campo. El efecto era terrible. Las plantas se secaban y morían en menos de tres días. Todo quedaba arrasado. ennegrecido, un amasijo en que era difícil distinguir cuáles huesos eran de personas y cuáles eran de animales.

Un día, ordenaron a nuestro pelotón que rodeara una aldea. Se estableció el cerco, un perímetro con puestos de control para que nadie entrara o saliera Estuvimos seis semanas en aquel lugar, vigilando a los campesinos, que se dedicaban a cultivar arroz. Trabajaban con el agua a media pierna, siempre bajo nuestras miradas. Uno de ellos, que era de mi edad, se me acercó una tarde, luego del trabajo, puso su brazo junto al mío y dijo: "same thing". Yo miré y me impresionó descubrir que, en efecto, teníamos los mismos brazos, fibrosos del trabajo duro. Varias noches después, un guardia reportó haber visto movimientos y sombras sospechosas alrededor de nuestro campamento. Nos llamaron a todos y corrimos con las armas listas, apuntando hacia el lugar que el guardia señalaba. Nos dieron la orden de disparar y una lluvia de balas barrenó el follaje. Cuando nos mandaron a detener el fuego, nos quedamos paralizados, sin atrevernos casi a respirar. Aquella sombra sospechosa volvió a moverse en la maleza. El jefe del pelotón ordenó que apuntáramos de nuevo, y allí cayó otra lluvia de disparos. No se volvieron a ver sombras, mas nos quedamos intranquilos durante toda la madrugada.

Tan pronto comenzó a clarear, oímos gritos desganados que provenían de los campos de arroz y fuimos corriendo al lugar. Tres o cuatro campesinos lloraban frente al cadáver de un búfalo de aguas, el único que había en toda la aldea para labrar la tierra. Ese animal había sido la callada sombra que matamos.

El más joven de los hombres que lloraban era el muchacho que había puesto su brazo junto al mío. Tenía la ropa y la piel manchadas de la sangre del búfalo. Me miraba fijo. Luego, parte del pelotón fue trasladado a un área que estaba sembrada de minas y de aquellas trampas llamadas "booby traps", con las que muchos resultaron heridos. De 31 hombres que éramos en el grupo, 17 quedaron fuera de combate. Trabajamos mucho localizando aquellas trampas, despejando el terreno para que los helicópteros bajaran, y abriendo paso para que las camillas pudieran llevarse a los heridos.

El muchacho que lloró a su búfalo debe tener mi edad, si es que aún vive. No podrá imaginarse que he estado preso por 32 años y que, en ese tiempo, he pensado a menudo que él tenía razón: su brazo y el mío eran la misma cosa.

En resistencia y lucha, te abraza tu abuelo,

Oscar López Rivera

 

(Tomado de El Nuevo Día)

 

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