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¿Existe el derecho a la disolución de una nación? PDF Imprimir Correo
Escrito por Ricardo Alegría Pons   
Martes, 16 de Diciembre de 2014 22:43

prLa respuesta de Juan Mari Brás, en aquel momento Secretario General de Movimiento Pro Independencia (MPI), a una pregunta del entonces senador Miguel Ángel García Méndez, del Partido Estadista Republicano (PER), en ocasión de las vistas de estatus celebradas en San Juan, no se me ha olvidado. En el transcurso de estos cuarentitantos años no he dejado de pensar en ella.

 



La revisita reciente a dos importantes trabajos de dos autores de muy diferente origen nacional y orientación ideológica: El atomismo1 del canadiense Charles Taylor, y Beyond Human Rights: Defending Freedoms2, del francés Alain de Benoist, han contribuido en buena medida a esclarecerme el sentido verdadero y preciso de la contestación del máximo dirigente del MPI al máximo líder del anexionismo para aquel tiempo.

Ambos trabajos me han permitido ahondar en las racionalizaciones de la contundente, pero a la vez escueta expresión de JMB, en el sentido de que a una generación no le asiste el derecho a matar su Nacionalidad siquiera por mayoría.

“P. Como ha dicho el testigo que tiene que ser previamente la independencia, por eso es que le pregunto entonces: ¿Cree usted que en la estadidad no hay un grado de dignidad en la soberanía del Estado?

R. No, no lo hay.

P. Entonces, según su teoría tiene que ser de cualquier manera la independencia.

R. No, yo creo que hay derecho, digo y estoy hablando a base de mis valoraciones, yo creo que hay derecho a asociarse con los Estados Unidos y que es digno y posible aunque no conveniente una asociación con los Estados Unidos. Creo, sin embargo, que no hay derecho a integrarse dentro de Estados Unidos porque eso conlleva el suicidio de una nacionalidad y una nacionalidad es el producto de un proceso histórico que toma siglos y que no tiene derecho una generación dada, no digo yo por mayoría, ni siquiera por unanimidad, a matar esa nacionalidad”.3

En su ensayo, C. Taylor aborda y disecta la imperante conceptualización de los derechos como instrumento para la persecución y obtención de propósitos y fines eminentemente individuales. Esta concepción del uso y significado de los derechos según Taylor se remonta al discurso normativo de las Teorías del contrato social de Hobbes y Locke. En éstas se afirma la primacía de los derechos individuales a la vez que se niega un principio de pertenencia u obligación a la sociedad. La pertenencia u obligación con la sociedad era considerada derivada del consentimiento del individuo en aras siempre de su interés personal.

Desde luego, esta concepción se origina y desarrolla al calor de una circunstancia histórico-político-social muy concreta y especifica. El antiguo Régimen caracterizado por el poder despótico. Nada que ver con el estado democrático-liberal y menos aún con el estado benefactor, pero la conceptualización de un derecho individual de espaldas al interés social decantado en otro contexto muy particular (el régimen despótico) es una Tara que arrastra y lastra el derecho posterior, que ya nada tiene que ver con la problemática histórico-político-social al calor de la cual fue concebido. Y se convierte, como tan bien describe Eduardo Novoa Monreal en su libro homónimo, en un obstáculo al cambio social.4

Por su parte, Alain De Benoist nos resalta la dicotomía entre la llamada libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, que es ya un tópico en la Teoría Política. La nota preeminente de la primera sería la participación activa y constante del ciudadano en los asuntos públicos, en tanto la segunda entrañaría como elemento definitorio la salvaguarda del individuo frente a un Estado hostil.

En la libertad de los Antiguos, la comunidad (Polis y Civitas) es concebida como una entidad humana natural. Nos recuerda el autor que para los griegos los individuos eran, tan libres en tanto y en cuanto lo fuera también su ciudad. Cabe recordar aquí a Aristóteles cuando afirma que sólo un dios o un demonio es capaz de vivir al margen de la sociedad.

En abierto contraste, la llamada libertad de los modernos hace énfasis en el carácter artificial del Estado como resultado de un contrato o convención de individuos, necesariamente concebidos hasta ese momento como entes solitarios a la manera de un Robinson Crusoe.

Llegados a este punto, para propósitos de esta reflexión, no es necesario debatir sobre el carácter natural o artificial del Estado. Lo que resulta crucial en cambio, es tener muy presente la diferencia entre los conceptos Estado y Nación. Como bien nos ilustra Rafael Garzaro en su Diccionario de Política, “la nación es base para la constitución de un Estado pero no son sinónimos. La Nación se define a través de la nacionalidad”.5 Al decir del propio R. Garzaro:

“Nacionalidad [es un] sentimiento común a un grupo de personas que surge en virtud de estar todas en contacto con unos elementos tales como idioma, territorio, creencias, tradiciones, costumbres, pasado histórico, etc. que hace que se sientan vinculadas entre sí y a la vez diferentes frente a otros grupos. La nacionalidad es categoría sicológica, y no política. Se forma espontáneamente. No es algo que se otorga ni se adquiere racionalmente. Pertenece más bien al campo de lo afectivo”.6

Conviene citar aquí el siguiente comentario de Vicente Géigel Polanco:

“Al ocurrir la ocupación norteamericana de nuestro territorio (1898), ya existía la nacionalidad con todos los elementos básicos que requiere el Derecho Internacional. Sobre una extensión territorial determinada vivía una colectividad social de vigorosa fundamentación histórica. Contaba entonces nuestro pueblo con una población homogénea de un millón de almas, con una definida personalidad histórica; con un idioma común; formada espiritualmente en las enseñanzas del cristianismo católico, con una sólida cultura, entroncada en las más altas tradiciones grecolatinas… No éramos hijos de la improvisación. No había surgido nuestro pueblo al fiat de un decreto de la providencia ni por imperativos de conveniencia política”.7

En resumen, en lo que respecta a una nación, cuna a su vez de una nacionalidad (en nuestro caso la Puertorriqueña) ésta es el resultado natural de la convivencia de un pueblo que se ha formado a través de los siglos en los cuales ha coagulado en respuesta a vivencias y experiencias particulares un carácter y personalidad propia. La forja de la Nación, a diferencia de la de un Estado, no es el resultado de un contrato o de una convención.

Ésta es la razón de la respuesta de Juan Mari Brás a la pregunta del senador Miguel Ángel García Méndez en las vistas de estatus allá para 1965, al afirmar que una generación no tiene un derecho a matar una nacionalidad.

En efecto, hoy a nadie le debería quedar la menor duda de que la descolonización no puede ser concebida como desnacionalización.


Notas

1. “El Atomismo” en Charles Taylor, La libertad de los modernos, Amorrortu editores, Buenos Aires, 2005

2. Alain De Benoist, Beyond Human Rights: Defending Freedoms, Arktos Media, Ltd, 2011.

3. Satus of Puerto Rico Hearings before the United States- Puerto Rico commission on the status of Puerto Rico (1965). VOL. I, pág. 148.

4. Eduardo Novoa Monreal, El derecho como obstáculo al cambio social, Ed. Siglo XXI, México, varias ediciones a partir de 1975.

5. R. Garzaro, Diccionario de Política, Librería Cervantes, 2da ed; Salamanca, 1987.

6. Ibídem.

7. Vicente Geigel Polanco, La independencia de Puerto Rico, sus bases históricas, económicas y culturales, Ediciones Alfa Beta Chi, U.P.R., Río Piedras, 1943, pág. 27. Hay una edición más reciente (2002) del Congreso Nacional Hostosiano.

Fuente: Claridad

* El autor es abogado. Su libro más reciente es Materiales para un derecho político puertorriqueño, Ediciones Compromiso, San Juan Puerto Rico 2013. a

 

 

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