El paso del huracán María por Puerto Rico en su contexto Imprimir
Escrito por Stuart B. Schwarzt / Especial en En Rojo   
Martes, 17 de Octubre de 2017 19:17

huracan maria

Los huracanes no son nada nuevo en Puerto Rico. En esta isla donde a los huracanes se les daba el nombre del santo en cuyo día ocurrían, la mayoría de los puertorriqueños puede nombrar los huracanes más devastadores de memoria: San Ciriaco (1899), San Felipe (1928), San Ciprián (1932), Santa Clara (1956) y Hugo (1989). Ahora, lamentablemente, el nombre de María se suma a este listado. Por siglos, los isleños han desarrollado respuestas creativas de cooperación comunitaria, que les han permitido sobrevivir y sobrellevar los huracanes. Sin embargo, la crisis política y económica actual de la isla, sumada a su estatus político problemático, hacen más difícil afrontar este desastre y planificar la recuperación.



Dondequiera que azota un huracán, los resultados son angustiosamente similares. El terror del viento y el agua, las lágrimas por los seres queridos, la frustración y la pena ante los cultivos perdidos y los hogares destruidos, la incomodidad constante y la amenaza de enfermedades y hambre son iguales en todas partes. Pero los desastres naturales nunca son algo natural. Son siempre el resultado de lo que los pueblos y los gobiernos hacen antes y después de su paso. Los huracanes en Puerto Rico, dada su relación larga y problemática con Estados Unidos, se insertan en un contexto político y económico específico, que determina sus efectos a largo plazo. Este es el caso del huracán María, como lo fue en todos los huracanes anteriores.

De hecho, un huracán tremendo fue la partera en el nacimiento de Puerto Rico como territorio estadounidense. San Ciriaco fue un huracán categoría 4, que azotó la isla en 1899, mientras aún estaba bajo ocupación militar, apenas un año después de la Guerra Hispano-estadounidense. Aunque San Juan se salvó relativamente, Ponce, la segunda ciudad más grande de la isla, y la zona montañosa cafetalera sufrieron un duro golpe. La economía quedó destruida. La cosecha del café se perdió, así como la mitad del azúcar y casi todos los demás frutos. Cerca de 3,000 personas murieron directamente a causa del huracán, pero las tasas de mortandad se mantuvieron anormalmente altas durante el año siguiente. Más de 250,000 personas —una cuarta parte de la población de la isla— se quedaron sin hogares y en la miseria. “El hambre ha establecido su imperio”, decía un observador.

El gobernador militar de la isla concedió una reducción de los impuestos y aunque el Congreso no aprobó fondos de socorro, en Estados Unidos se creó un sorprendente programa de beneficencia basado en una simpatía genuina y también en el interés del gobierno estadounidense de demostrar su eficiencia y su benevolencia hacia los puertorriqueños. Pero la beneficencia tenía sus límites. Los gobernadores militares y los hacendados cafetaleros y azucareros de la isla temían que la asistencia pública a los indigentes y sin hogar convirtiera a los miembros de la clase trabajadora en mendigos, dado que los isleños eran “un pueblo que tiende en esa dirección”. Por tanto, la ayuda que distribuyó la Junta de Beneficencia no llegó a manos de las víctimas sino de los hacendados. Para recibir cualquier tipo de ayuda, los trabajadores tenían que firmar contratos por salarios más bajos que los que ya tenían y que los volvían aún más dependientes.

Algunos simplemente abandonaron la isla y se fueron a Hawái a cortar caña, otros a Ecuador a construir un ferrocarril y otros —trabajadores de los muelles, cortadores de caña, carpinteros, albañiles y pintores— comenzaron, después del shock inicial, a organizarse e irse a la huelga. La respuesta al huracán reforzó el control de los hacendados, favoreció al creciente sector azucarero, que ahora recibía transfusiones de capital estadounidense, y fomentó la imagen de un pueblo incapaz de defenderse a sí mismo.

Cuando en enero de 1900 el Congreso comenzó a decidir el estatus futuro de Puerto Rico, el huracán San Ciriaco fue tema de debate. Algunos favorecían que se le concediera libre comercio, alivio fiscal y otros beneficios a la isla para estimular su recuperación, pero los proteccionistas advirtieron que los agricultores estadounidenses también tenían que lidiar con desastres naturales, que la ayuda humanitaria a los puertorriqueños podía representar un gasto a los contribuyentes estadounidenses y que permitir la importación sin arbitrios a Puerto Rico constituía una violación a los principios del gobierno. A la postre, la condición precaria de la isla contribuyó a la decisión de no concederle la independencia, sino anexionarla como “territorio no incorporado” de Estados Unidos, sujeta a sus leyes arancelarias y financieras, con menos autonomía que la que tuvo durante los últimos años bajo el régimen español y sin que se le concediera la ciudadanía a sus habitantes.

Casi treinta años después, otro huracán azotó la isla. El huracán de septiembre de 1928, que batió las Bahamas y West Palm Beach y mató alrededor de 2,000 trabajadores cerca del lago Okeechobee, pasó primero por Puerto Rico donde dejó a un tercio de su población —unas 500,000 personas— sin hogar y hambrienta. Según el informe del gobernador, la isla semejaba las zonas destruidas por la guerra en Francia y Bélgica. Se perdió toda la cosecha de café, que representaba cerca del 60 por ciento de la economía de la isla; esta industria nunca se recuperó. Para entonces, los puertorriqueños ya eran ciudadanos estadounidenses (Ley Jones de 1917). Towner, el gobernador civil designado por Estados Unidos, solicitó un préstamo sin intereses para la isla. Su solicitud fue respaldada por el senador republicano hispanohablante, Hiram Bingham de Connecticut (el profesor de Yale que descubrió Macchu Picchu), quien dirigía un comité del Congreso para atender a Puerto Rico. Sin embargo, los senadores del Medio Oeste, reacios a los proyectos de ayuda federal, objetaron que se le concedieran fondos a gente indigna, capaz de recibir algo a cambio de nada. Finalmente, la isla recibió una ayuda de dos millones de dólares, pero en calidad de préstamo con intereses.

Muchos de los esfuerzos de socorro que se realizaron en 1928 estaban en manos de la Cruz Roja Americana, que después de 1900 se había convertido en una rama del gobierno, aunque su fuente de financiación eran contribuciones privadas y sus empleados eran ciudadanos privados. Este arreglo permitía al Congreso mantener la ficción de que proveer ayuda en los desastres era un asunto local, religioso o privado y no responsabilidad del gobierno. Pero ahora esta idea comenzaba a cuestionarse. El huracán de Miami (1926), las inundaciones de Misisipí (1927) y el huracán de Okeechobee y Puerto Rico (1928) habían cambiado la noción de la responsabilidad del gobierno. La caída de la Bolsa de 1929 y la Depresión que le siguió dejaron claro que la beneficencia privada y los gobiernos locales no podían hacerse cargo de los retos que suponían las inundaciones, los huracanes y otros fenómenos climatológicos como el Dust Bowl1. Aumentaron las expectativas de ayuda federal, que ya estaban en marcha cuando Puerto Rico sufrió un huracán en 1931 y luego un huracán categoría 4 (San Ciprián) en 1932. Entre 1926 y 1936, el periodo de mayor actividad ciclónica documentado hasta la fecha, los crecientes reclamos para que el gobierno federal respondiera ante los “actos de Dios”, cuyas víctimas no tenían ninguna culpa moral, contribuyeron sin duda al surgimiento de los estados benefactores en general y del Nuevo Trato de Roosevelt en particular.

No obstante, la oposición a expandir el rol del gobierno para responder a los desastres naturales siguió siendo parte de la ideología del gobierno limitado, aunque hubo ocasiones en que otros intereses estadounidenses la anularon. Cuando el huracán Santa Clara (1956) azotó la isla en medio de la Guerra Fría, el estatus de Puerto Rico había cambiado. Ahora era un Estado Libre Asociado, más integrado a Estados Unidos, y su gobernador populista, Luis Muñoz Marín, había reprimido a sus oponentes nacionalistas y políticos con la ayuda de las agencias federales. El presidente Eisenhower, temeroso de que el comunismo se expandiera por América Latina, esperaba utilizar a Puerto Rico como modelo y, aunque insistía en la importancia del gobierno limitado y la respuesta del gobierno local, declaró una emergencia nacional y asignó millones de dólares para ayuda. En este caso, los objetivos políticos de Estados Unidos triunfaron sobre la idea de la responsabilidad limitada del gobierno federal.

Esta ideología, sin embargo, encontró más adeptos hacia finales del siglo XX. Así quedó claramente demostrado en la respuesta al huracán Hugo (1989), que dejó mil millones de dólares en daños en Puerto Rico y siete mil millones en Carolina del Sur. Después de este huracán y del huracán Andrew (1992), que devastó la Florida, se levantaron muchas quejas sobre ineficacia de FEMA, la Cruz Roja y el gobierno federal para responder al desastre. La crítica más extrema provino de un grupo de expertos libertarios del Instituto Ludwig von Mises, que sostenía que el gobierno no debía involucrarse en absoluto en los esfuerzos de ayuda, que FEMA debía eliminarse, que los contribuyentes no tenían ninguna responsabilidad hacia las víctimas de las tormentas, que las leyes que obligaban a realizar evacuaciones o a controlar los precios de los artículos de primera necesidad constituían violaciones a las libertades individuales, que el mercado libre evitaría la escasez y otros problemas, y que los ecologistas que querían limitar la construcción en las playas o imponer códigos de construcción más estrictos, eran, de hecho, los “enemigos profesionales de la humanidad”. Aunque se trata de una expresión extrema del pensamiento económico neoliberal, ciertos aspectos de este razonamiento prevalecieron en la actitud de responsabilidad limitada y austeridad fiscal ante los desastres naturales, como se vio en algunas de las reacciones del Congreso después del huracán Sandy.

Esta intersección entre los desastres naturales y la relación de Puerto Rico con Estados Unidos provee el trasfondo histórico a la devastación increíble y espantosa que ha causado María. Los efectos de este huracán traen ecos del pasado, pero ante el colapso de su red eléctrica, de sus sistemas de comunicación y transporte, sus hospitales y sus suministros de combustible, la isla, que ahora tiene 3.4 millones de habitantes, enfrenta una crisis humanitaria de proporciones inmensas, producto, no solo de los huracanes Irma y María, sino de una situación económica y financiera limitante, que ha debilitado su infraestructura durante años. El desvío de fondos para pagar la deuda ha provocado el deterioro de la isla y de las condiciones de vida de sus ciudadanos. El ingreso per cápita de Puerto Rico es menor que el de cualquiera de los 50 estados y su nivel de desigualdad, mayor. En los últimos dos años, ha habido una disminución considerable de su población y el éxodo de médicos e ingenieros ya estaba afectando la base tributaria y la calidad de vida de la isla antes del paso de María. Los planes de emergencia para responder a los desastres naturales eran penosamente deficientes y estaban mal financiados. El Congreso le impidió a la isla restructurar su deuda mediante el recurso de quiebra y la elite política puertorriqueña, obsesionada con crear las condiciones que puedan posibilitar la estadidad, ha favorecido las medidas de austeridad, la reducción del sector público y la privatización (su aeropuerto principal ahora es propiedad de una compañía mexicana). Todo esto compromete seriamente la capacidad del gobierno insular de responder a la crisis inmediata y a otros problemas estructurales subyacentes.

La respuesta inicial del gobierno estadounidense, lenta, pobremente implantada y auto congratulatoria, nos hace recordar el paso del huracán Katrina. A una semana del azote de María, no se había declarado una emergencia y la distribución de la ayuda fuera de San Juan era muy escasa o nula. El ejército no se movilizó prontamente para proveer una logística y, tal vez porque sus ciudadanos no votan en las elecciones federales y sus representantes en el Congreso tampoco tienen voto, el Congreso no ha mostrado ninguna prisa en proveerle a Puerto Rico la ayuda que les proveyó a Texas y Florida después de los huracanes Harvey e Irma. La ineficiencia burocrática, la falta de urgencia y los destellos de actitudes neocoloniales hacia un pueblo incapaz de atender sus propias necesidades o que espera “algo a cambio de nada” han sido parte de la respuesta a la situación. Lo que seguirá, dadas la situación financiera de la isla, las medidas de austeridad y la tendencia hacia la privatización existentes, revelará, como en los huracanes pasados, el estatus verdadero de Puerto Rico y la actitud del gobierno de Estados Unidos hacia estos ciudadanos estadounidenses.



El autor es profesor de la Universidad de Yale y autor de Sea of Storms. A History of Hurricanes in the Greater Caribbean form Columbus to Katrina (2015), que aparecerá a finales de este año en español en Ediciones Callejón.

Traducción de Aurora Lauzardo Ugarte (Universidad de Puerto Rico)

1 Dust Bowl (literalmente “Cuenco de Polvo”) fue una serie de tormentas de polvo que se extendieron desde el Golfo de México hasta Canadá en la década de 1930).