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La otra mujer en la vida del Dr. Betances PDF Imprimir Correo
Escrito por Dr. Félix Ojeda Reyes   
Miércoles, 30 de Octubre de 2013 22:54

simpliciaLa mujer que acapara la vida sentimental de Ramón Emeterio Betances siempre fue María del Carmen Henry. Lamentablemente, la fiebre tifoidea fue minando su delicada constitución física y tras trece días de enfermedad María del Carmen fallece en Mennecy, a unos 34 kilómetros de París, el 23 de abril de 1859. Meses más tarde, Betances traslada sus restos a Puerto Rico y el 13 de noviembre María del Carmen es enterrada, por segunda vez, en la ciudad de Mayagüez. Sin ella, sin María del Carmen, su vida se detenía por un instante.



Alrededor de la muerte de Lita se ha tejido una leyenda que debemos aclarar. Don Salvador Brau, compueblano y amigo personal de Betances, fue testigo presencial de aquellos días amargos:

“La intensidad del dolor hizo incurrir al joven médico en extravagancias; dejóse crecer sin aliño toda la barba; el cabello, transformado en melena caíale sobre los hombros, y envuelto en negro gabán, largo y holgado como una hopalanda, y tocado con inmenso sombrero negro de cuáquero que apenas dejaba verle el semblante, pasábase días enteros en el cementerio de Mayagüez, cultivando flores en torno del sepulcro que guardaba los despojos de la mujer idolatrada”.

La verdad es que abundan los escritos pretenciosos y distorsionados, las imágenes profundamente románticas y conmovedoras que describen el mito de lo que bien podríamos llamar el sufrimiento interminable. Todas esas invenciones se ajustan perfectamente al establecimiento colonial, pero distan mucho de la realidad histórica. No es que las opiniones estén divididas, es que nos quieren vender a un Betances distinto. Nosotros no negamos la intensidad del sufrimiento, sin embargo, creemos que hay mucha exageración cuando se afirma que por varios años estuvo nuestro prócer alejado de la práctica revolucionaria hasta que lo despierta del letargo el proceso restaurador de la independencia dominicana (1863-1865) “que tan poderosamente reclamara la atención general en nuestra Isla”.

Efectivamente, María del Carmen Henry, su sobrina, natural de Cabo Rojo, de apenas 21 años y con quien pensaba contraer matrimonio, es quien prevaleció en su vida sentimental. Pero hubo otra mujer, la que fue su esposa y estuvo casada con él durante 35 años. Una mujer que le siguió al exilio y, víctima de la represión del coloniaje, toleró largas ausencias y fue lo suficientemente valerosa para convertirse en auxiliar de sus proyectos sediciosos.

Uno de los primeros documentos que descubre el investigador interesado en estudiar la vida de cualquier ser humano es, sin lugar a dudas, su partida de bautismo. El texto en cuestión revela que Simplicia Isolina Jiménez Carlos –la otra mujer en la vida de Betances–, nació el 28 de julio de 1842 y fue bautizada el 12 de octubre en la Parroquia de San Miguel Arcángel de Cabo Rojo:

“En el año del Señor de mil ochocientos cuarenta y dos, día doce del mes de octubre yo el infrascripto Cura Teniente de esta Santa Iglesia Parroquial del Arcángel San Miguel del Pueblo de Cabo Rojo, bauticé solemnemente ungiéndole los santos óleos de catecúmenos y crisma, según las rúbricas y ceremonias del Ritual Romano, a una niña que nació el día veinte y ocho del próximo pasado mes de julio, a la cual puse el nombre de Simplicia Isolina hija legítima de Esteban Jiménez y de Celestina Carlos. Fueron padrinos Dn. Juan Comas y Genoveva Carlos a quienes advertí el parentesco Espiritual y demás obligaciones contraídas de que doy fe”. (Parroquia de San Miguel Arcángel, Cabo Rojo. Libro 16 de Bautismos, 1842. Folio 2, Núm. 14. Cortesía del Dr. Adolfo Pérez Comas y Jennie Jiménez).

Los padres de Simplicia Isolina contraen nupcias en Cabo Rojo el 6 de agosto de 1831. Esteban Jiménez, el patriarca de la familia, era natural de San Juan y Celestina Carlos, caborrojeña de nacimiento. Es posible que la descendencia del matrimonio aprendiera las primeras letras en su casa, sin que pudiera continuar después el proyecto educativo.

Bueno sería añadir que hubo un momento cuando Simplicia Jiménez recuerda el lugar donde vio por primera vez a nuestro prócer. En una entrevista concedida al Puerto Rico Ilustrado, nos dice:

“Lo vi por primera vez en la plaza de mi pueblo. Fue una noche de retreta. Ya él gozaba de bastante nombradía… Alternaba en la política, y se le ponderaba, sobre todo, por su gran corazón hacia los negros esclavos. Pagaba a precio de oro la libertad de aquellos infelices, a la puerta de las iglesias…”

Por una carta depositada en el Archivo Nacional de Cuba sabemos que se casaron en 1863. Ella tendría 21 años de edad y él 36. A pesar de lo solemne que pueda aparecer el escenario y de lo romántico del momento, todavía se desconoce el día, el mes y el lugar donde se ofició la ceremonia. Curiosamente, el primer documento de Betances que hemos identificado con una alusión a su esposa está fechado en Santo Domingo, el 23 de septiembre de 1867, justo a un año del Grito de Lares. Se trata de una carta que nuestro prócer dirige a Eladio Ayala. De aquellos días son las siguientes impresiones: “Tenemos una casa poco menos que la casa consistorial por una onza al mes… El patio es doble del de la que fue mi casa en Mayagüez durante algunos días. Con esas comodidades, ya se ha formado una Colonia puertorriqueña en ella, compuesta por supuesto, de ladrones, asesinos, bandidos de todas clases, gente dada al diablo, toda de capa y espada”. Acto seguido, Betances dice que Simplicia vivía en medio de aquella cueva de “bandidos”, hecha “un hombre”, colaborando con el proyecto revolucionario que culminaría con el Grito de Lares.

Algo desconcertante ocurría el 17 de marzo de 1868, un fuerte terremoto –de 7.5 en la Escala Richter, afectó a Puerto Rico y la isla de San Thomas, donde se hallaba Betances junto a su compañera. En carta al afamado pintor venezolano, Pedro Lovera (1826-1914), quien había vivido en Mayagüez por varios años, esto informa Betances sobre la tragedia: “El techo de nuestro aposento estuvo a punto de caer sobre nosotros. No habíamos dado Simplicia y yo cuatro pasos fuera de él cuando se desplomó. No hubo ningún milagro en todo eso. Salimos huyendo sin zapatos ella y yo y hasta en enaguas ella y yo en mangas de camisa. Allí vimos escenas más bellas que las de Poussin y de Gericault (maestros de la pintura clásica francesa)… Mucho me acordé de usted. Es el espectáculo más formidable y más sublime que haya presenciado yo. La tierra temblando y queriendo sumergirse, las paredes de las casas abriéndose y cayendo en escombros, el mar subiendo como una montaña blanca… Todavía tiembla la isla y se estremece Puerto Rico de ver a sus hijos insensibles a la servidumbre”.

Tres meses más tarde, el 15 de junio de 1868, Betances le escribe a Magín Raldiris lamentándose de la situación económica por la que atraviesa. Estamos a tres meses de la insurrección de Lares y, como medida de seguridad, Ramón Emeterio se refiere a su compañera con la mayúscula del primer nombre, “S”. Más aún, admite que de todo cuanto había ganado en Puerto Rico le quedaban 6,120 duros y en los momentos en que esperaba sacar esa suma de la Isla “para asegurarle a S. un porvenir modesto, de repente me veo sin el menor recurso. Usted me dirá lo que puede hacer un hombre en esta situación, y espero en Santo Thomas una contestación que ha de decidir mi suerte”.

Nuestro prócer vivía inmerso en un mundo de conspiraciones, de luchas incesantes y de no pocos malestares. Durante aquellos días, luego del fracaso militar del 23 de septiembre, cuando el independentismo boricua continuaba fomentando sus proyectos sediciosos, Simplicia Jiménez exhibe una firmeza de carácter y un valor personal dignos del mayor encomio.

El 12 de abril de 1869, procedente de Venezuela, Betances regresa a San Thomas. Ese mismo día es arrestado y conducido a la oficina del gobernador de la isla danesa. Enérgicas fueron las palabras cruzadas entre el puertorriqueño y el primer mandatario. Acto seguido, se ordena llevarlo a la goleta que le había traído del puerto de La Guaira y luego de tres días de prisión en aquella embarcación se le trasborda al vapor “South America” con destino a Estados Unidos. Los documentos depositados en los Archivos Nacionales de Estados Unidos revelan que el 22 de abril de 1869 Betances arriba al puerto de Nueva York acompañado, una vez más, por Simplicia Isolina Jiménez Carlos. (Aquí sería bueno informar que con el paso del tiempo la “S” del apellido Carlos sería eliminada).

En manos privadas he hallado una carta que Ramón Emeterio le escribe a la mujer que le ha cautivado. La misiva, inédita hasta el momento, está fechada el 28 de julio, día del cumpleaños de Jiménez Carlo. Es un texto breve, de intensos sentimientos. Dice así:

“He estado pensando en ti desde que llegué… Tengo tantos logros que cumplir, que el mejor de todos es sentir que te he conquistado… no hay poesía que describa mi amor… nunca seré nada sin ti. Prometo escribirte más. Felicidades en este día. New York 1869”.

Carlos N. Carreras --autor del volumen Betances. El Antillano proscrito, preguntaba alarmado quién era esa mujer que de manera tan velada se asomaba a la vida del héroe puertorriqueño, pues aquel casamiento “no revistió pompa alguna, por el contrario, tuvo un origen muy sencillo. A Simplicia Jiménez, que venía sirviendo desde Mayagüez a Betances, el destino le reserva el puesto que corresponde a la esposa que falta. Un día se llenan los expedientes para el caso, y la maritornes pasa a ser la esposa amada del revolucionario; humilde, pero querida y atendida por él”.

Maritornes ha dicho Carlos N. Carreras y la desconfianza nos asalta. La antipática palabra significa moza de servicio, mujer ordinaria, fea, hombruna e inculta. Y todavía seguimos escuchando insistentemente que Simplicia Jiménez era “la sirvienta” del Doctor, “la ama de llaves”, la mucama, como dirían con sobrada crueldad algunos al presente. Otros aseguran que por mucho tiempo “vivieron amancebados”. Como si vivir juntos, hombre y mujer sin estar casados, fuera un pecado capital.

Recuerdo que a principios de la década de 1980, en el Archivo Nacional de Cuba, hallé una carta de Roberto H. Todd fechada en 1939 que llamó mi atención. Todd había sido uno de los líderes anexionistas de la Sección Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano y en su escrito al historiador cubano, José de la Luz León, dice: “cualquier persona que conoció a Simplicia podrá decirle a usted que era una mujer sin ilustración ninguna pero que por los servicios largos a Betances éste, por su buen corazón le dio su nombre pero no pudo cambiarle el carácter agrio ni pulirle la inteligencia”.

Hasta el momento no hemos hallado documento alguno en donde el revolucionario puertorriqueño censure el “carácter agrio” de su compañera. Las declaraciones de Todd delatan prejuicios ancestrales, concepciones antifeministas claramente conservadoras y reaccionarias. ¿Qué esperaba Todd de la mujer boricua del Siglo XIX, que tuvieran todas una educación de Harvard o de Radcliffe College?

En 1872 Betances decide marchar a París. Simplicia Jiménez le acompaña en la travesía. Durante cuatro años la vida de nuestro médico ha sido un diario preguntar si habría llegado el instante para la libertad de la Patria. Pero Puerto Rico no responde y, al abandonar a Jacmel, París será –en palabras de la Dra. Ada Suárez Díaz, “la más larga etapa del largo destierro”.

De los años en Europa podemos destacar múltiples asuntos que revelan la generosidad del matrimonio Betances-Jiménez. Ellos tuvieron a su cargo diez muchachos antillanos a los que asesoraban en materias económicas y afectivas. El Doctor, por su parte, los ubicaba en distintas instituciones educativas y velaba de forma esmerada por la salud de todos. En carta al general Gregorio Luperón, fechada el 27 de noviembre de 1883, esto dice Betances:

“Figúrese que estoy encargado de unos diez muchachos distribuidos en diferentes colegios: puertorriqueños y dominicanos. Cuando tenga doce los haré apóstoles”.

Jacobo Luperón era uno de esos muchachos. Los documentos en nuestro poder dan la impresión de que Jacobo fue el hijo que nunca pudieron tener. Pero lo más llamativo era que el primogénito del famoso guerrero dominicano se hacía querer mucho. En la carta antes citada, Betances dice que había matriculado a Jacobo en una institución “donde han prometido tenerlo listo para el bachillerato dentro de pocos años”. Acto seguido, añade: “El vestido que le compró Simplicia le da mucha elegancia; y pienso que le gustaría recibir su retrato de pié como habíamos convenido”.

Protegido del matrimonio boricua también lo era Emilio de Marchena, quien luego de revalidar sus títulos académicos pudo matricularse en una de las escuelas de medicina de Francia. Emilio era hijo de Eugenio Generoso Marchena, que ocupaba la cartera de Hacienda y Comercio en la República Dominicana durante aquellos años.

Simplicia Jiménez recuerda las gestiones diplomáticas de nuestro Héroe Nacional mientras se encuentran viviendo en la capital francesa. Ella dice que Betances trabajaba a un tiempo mismo por la libertad de Cuba y la de Puerto Rico. Su pluma, su dinero, su inteligencia toda, estaba al servicio de esa justa causa que era su delirio. “Simultáneamente –añade Jiménez Carlo—sostenía inmensa correspondencia con Estados Unidos, las Antillas y España… de todos sitios llovían las adhesiones. Hasta de la nación dominadora, llegaban las cartas de simpatía. Una vez leí una de Cánovas del Castillo. Me recuerdo de ésta, especialmente, porque luego lo mataron”.

Ya hemos dicho que en el matrimonio Betances-Jiménez no hubo descendencia. Sabemos, sin embargo, de una hija adoptiva llamada Magdalena Caraguel. Lamentablemente, es muy poca la información acumulada a tales efectos.

En el primer inciso de su testamento, fechado en Neuilly el 8 de agosto de 1898, esto escribe Betances: “Deseo o dispongo, que de mi póliza de seguro de vida por 50,000 francos en la Sociedad de ‘Assurance Générale’ después de cobrada, se reintegre a la señorita Magdalena Caraguel los diez mil francos que ella pagó por la póliza, según consta en la liquidación. El resto, 40,000 francos serán entregados a mi esposa.” En el tercer inciso del testamento, Betances lega “a la señorita Caraguel, mi hija adoptiva, las obras de Voltaire y de J. J. Rousseau que están en mi escritorio”. Finalmente, el inciso 13 dispone que todos los objetos de terracota “que están en mi escritorio deben ser entregados a la señorita Caraguel”. Son ésas las únicas alusiones a la hija adoptada que hemos hallado hasta el momento.

En declaraciones exclusivas, publicadas en la edición europea del New York Herald, Simplicia Jiménez se refiere al inminente deceso de su compañero, pero enalteciendo siempre la valentía y la calma con que éste se enfrenta a la muerte:

“He is quite calm in the face of death. He knows he cannot survive this attack. But he has made all his arrangements before leaving us and he awaits his end in the same brave spirit as he has lived. It must be a great source of regret to him that he finds himself leaving us before he has seen Cuba free”.

Luego de comunicarle la muerte de Betances a Tomás Estrada Palma, ocurrida el 16 de septiembre de 1898, Simplicia Jiménez afirma que su dolor y abatimiento eran enormes: “No impunemente –escribe—se pasan 35 años al lado de un hombre como aquel. Aunque yo hasta ahora no me había ocupado de nada, hoy me veo obligada a hacerle frente a las circunstancias y empezar la lucha”.

En su misiva a Estrada Palma la viuda de Betances añade que quedaba “mal de intereses”. Al punto de tener que venderlo todo a fin de sufragar las necesidades apremiantes de la vida y pagar su pasaje de regreso a Puerto Rico. De ahí que esperase la ayuda de los cubanos, por ser ella la viuda de un hombre que “durante 50 años” no tuvo otro ideal que el de la libertad de Cuba.

En honor a la verdad Simplicia Jiménez le estaba mintiendo al Partido Revolucionario Cubano. Ya hemos dicho que de la póliza del seguro de vida del Doctor le fueron entregados 40 mil francos. Pero Betances también era propietario de unos terrenos localizados en la República Dominicana que también dejaba a su compañera. Definitivamente, Simplicia Isolina Jiménez Carlo, la mujer que había pasado los últimos 35 años de su vida al lado del audaz cabecilla del independentismo boricua, no quedaba “mal de intereses”.

Mientras tanto, el PRC encargaba a su representante diplomático en Gran Bretaña e Irlanda, José de Zayas y Usatorres, para que fuese inmediatamente a Francia a poner en orden los papeles oficiales del revolucionario puertorriqueño. A su llegada a París, el comisionado encuentra que habían bonos y monedas de valor en la Rue de Châteadun. Y sin tomar posesión de lo indicado, sugiere que se empaque todo y se le remita a Benjamín Guerra, el tesorero del PRC.

Pero Zayas y Usatorres había recibido un segundo encargo de Estrada Palma: organizar una colecta, a la que se había suscrito la Delegación del Partido con 100 dólares, que debería entregar a la viuda del Doctor. No obstante, por informes fiables pudo percatarse “que la Sra. había recibido 40,000 francos por un seguro de vida de su marido, con más de 5,000 francos por venta de muebles, y que, muy anticubana, había apresurado, a fuerza de disgustos, los días del que fue (el) Dr. Betances”.

En vista de los informes recibidos, los 100 dólares fueron enviados al general puertorriqueño del Ejército Libertador de Cuba, Juan Ríus Rivera, que guardaba prisión en el Castillo de Montjuich. A su compatriota, Betances enviaba mensualmente 250 francos, pero con la muerte del prócer había cesado la remisión de aquella mesada.

Un apunte final sobre esta materia. Resulta difícil creer la acusación que levanta Zayas y Usatorres en cuanto a la actitud “muy anticubana” de Simplicia Jiménez Carlo. Desconocemos la fuente que provee de información al enviado cubano, pero el general Calixto García Íñiguez –figura emblemática de las luchas revolucionarias cubanas durante la segunda mitad del diecinueve, llamaba a la compañera de Betances: “la mambisa”, un calificativo glorioso que no se le podría adjudicar a una enemiga de la independencia antillana.

Aquí resulta necesario abrir un paréntesis y entender que para Betances el 1898 había sido un año de un gran agotamiento físico. Ahora el cansancio se hacía evidente. A mediados de agosto, el Doctor se encontraba gravemente enfermo y se le tuvo que trasladar a una casa de salud en las afueras de París donde podía decirse que de milagros se iba sosteniendo. Pero Betances tuvo que enfrentar otros dolores más angustiosos. Rodeado de una camarilla de enemigos peligrosos, que infructuosamente trataban de desbancarlo de la dirección del Partido en Francia, sus adversarios tuvieron éxito cuando llegaron a minarle el seno mismo del hogar. Aquellos conflictos tenían fisuras graves.

A Loida Figueroa le debemos el texto de una carta firmada por el Dr. Juan Bautista Ventura acusando a Simplicia Jiménez de aliarse a la Némesis de su esposo: “Los enemigos encubiertos de Betances hicieron comprender a Simplicia que su deber era meterse en la casa de salud y no despegarse de allí de ninguna manera…” Sin tardanza, el relato de Ventura se torna dantesco y repugnante:

“Simplicia lo ha matado realmente a fuerza de tormentos debido a su locura, alcohol, y los celos hasta de los hombres. Se ha conducido mal y proferido conceptos tan malos contra ese hombre tan digno que todos los amigos hemos protestado y la hemos abandonado. Con referirle a U. las últimas palabras de Betances media hora antes de morir tendrá U. una idea del horror que le tenía a esa mujer cada vez que se acercaba a cama… Me muero, quíteme esa fiera de aquí”.

Jiménez Carlo permaneció en París hasta bien entrado el nuevo siglo. Por aquel entonces la familia del Dr. Juan Bautista Ventura, el célebre Don Bau, secretario personal que había sido de Betances, le proporcionaba la ayuda necesaria. En 1919, Arturo Morales, corresponsal en La Habana del periódico El Mundo, haciéndose eco de la información que se publicaba en nuestra ciudad capital, le escribió al Subsecretario de la Gobernación de Cuba, Juan R. O’Farril, suplicándole se gestionase una pensión de ayuda para la viuda del médico puertorriqueño. El gobierno de Cuba, igual que hacía con otros familiares de los próceres de la Independencia, acordó concederle una pensión anual de 1,800 dólares. Y durante algún tiempo, Cuba satisfizo la modesta pensión, pero un buen día se recibió la mala nueva: “doña Simplicia Jiménez… viuda del Sr. E. Betances, no tiene ninguna consignación oficial con cargo a las leyes existentes sobre la materia”.

En Puerto Rico fueron las logias masónicas y los directivos del periódico La Democracia los que con mayor vehemencia auxiliaron a la viuda del Doctor Betances. Una temprana carta de Jiménez Carlo a la logia “Cuna de Betances” dice: “Aunque no tengo el placer de conocerlos me recomienda lo haga así el señor don Pedro Giusti. Parece que se ha escrito a ustedes que… yo era rica, eso es falso, desgraciadamente es al contrario, cada día estoy más pobre y pienso en el mes de septiembre u octubre volver a mi querida Borinquen para reunirme a mi querido Betances, porque sería muy triste para mi estar lejos de los restos de mi querido e inolvidable esposo…”

Algunos meses más tarde, en carta al Sr. Rodolfo Colberg, de la logia “Cuna de Betances”, en Cabo Rojo, Simplicia Jiménez expresaba haber recibido dos giros internacionales por mil trescientos francos cada uno. La viuda de Betances regresó a Puerto Rico a principios de 1921. El Dr. Juan Bautista Ventura, junto a su familia, le acompañaron en el viaje desde París. El 2 de marzo ella pudo visitar a su patria chica. El cuerpo de profesores y los niños de las escuelas públicas, así como numerosas personas, recibieron a la distinguida visitante. Cabo Rojo la recibió con todos los honores que ella merecía. Más tarde, pasó una temporada en San Germán e hizo un viaje a Santo Domingo acompañada por el exdelegado a la Cámara, Ernesto Pagán Rossel. A su regreso de la primada de América pasó a residir en el Viejo San Juan.

Ya hemos dicho que a Simplicia Jiménez se le ha maltratado en exceso. Pero la acusación más grave que hasta el momento se ha escuchado es la que a baja voz circuló por Puerto Rico durante los primeros años de la década del 1920: ¡Morfinómana!

¿Era acaso el hábito de las drogas una denuncia justificada? El 11 de junio de 1923 el periódico La Democracia, de San Juan, publicó una nota editorial a la que nos debemos de referir:

“El angustioso vía-crucis de doña Simplicia Jiménez… ha terminado en la mañana de ayer. La pobre y abandonada viejecita se sentía enferma desde hace algunos meses; sufría el mal, para la vida, de los muchos años que pesan sobre su cuerpo y de los muchos desengaños que pasaban sobre su corazón… Para unos y otros dolores había aprendido allá en París, donde dejó su juventud, el uso de las drogas que narcotizan… Pero ese uso, cada día en mayor exceso, cada día en concordancia con la copa del dolor que había de apurar, iba aniquilando su resistencia física, y ya no era su mermado cuerpo otra cosa que un manojo de nervios en una caja inarmónica: unos pobres huesos…”

Hasta el momento no sabemos cómo le fue apareciendo la drogadicción a la viuda del Doctor Betances. Durante aquellos años las afecciones crónicas eran tratadas con morfina. Es posible que Simplicia Isolina adquirió la adicción luego de padecer una enfermedad angustiosa y traumática.

Por otro lado, tenemos que darle credibilidad a la información editorial del periódico La Democracia, vocero del Partido Unionista. Y tanto el periódico como el partido habían socorrido a la viuda del Doctor, incluso, mientras residía en París. Así se fue trabando una relación de amistad, al extremo, que ella agradecida regaló a don Eduardo Georgetti, propietario del periódico, el testamento de Betances en su manuscrito original y las insignias y el oficio de la cruz de Caballero del Orden Nacional de la Legión de Honor, distinción del gobierno de Francia recibida por el Doctor Betances el 30 de junio de 1887.

Simplicia Isolina Jiménez Carlo nació en Cabo Rojo el 28 de julio de 1842 y murió en San Juan el 10 de junio de 1923. El Acta de Defunción revela que falleció en el Hospital Municipal de Santurce a consecuencia de arteriosclerosis. La Agencia Funeraria de Don Ramón Fournier se encargó de los funerales, siendo sepultada en el Cementerio Municipal de San Juan, localizado en la Avenida Eduardo Conde, del sector Villa Palmeras. Posteriormente los restos de Jiménez Carlo fueron trasladados al Cabo Rojo natal.

 

(Fuente: Claridad)

 

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