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Haití: La revolución silenciada y marginada PDF Imprimir Correo
Escrito por Luis N. Rivera Pagán / 80grados   
Lunes, 21 de Abril de 2014 13:44

haitiAntes de la independencia aconteció la revolución. O, con mayor especificidad, previo a la independencia latinoamericana ocurrió la revolución haitiana.



Afrique j’ai gardé ta mémoire
Afrique tu es en moi
comme l’écharde dans la blessure
comme un fétiche tutélaire au centre du village fais de moi
la pierre de ta fronde
de ma bouche les lèvres de ta plaie
de mes genoux les colonnes brisées de ton abaissement…

Bois d’Ébène
-Jacques Roumain


Antes de la independencia aconteció la revolución. O, con mayor especificidad, previo a la independencia latinoamericana ocurrió la revolución haitiana. Su violenta erupción (1791–1804) sacudió intensamente el sistema colonial que Europa había establecido en el Caribe durante tres centurias. Todo el año 2010 se conmemoró, a lo largo y ancho de América Latina, la ruptura de los lazos coloniales que sometían sus pueblos a la hegemonía imperial ibérica. Pero, por lo general, se relegó a los márgenes del olvido toda referencia a la sublevación haitiana y lo que ella significó.

A pesar de las muchas diferencias, algunas significativas, en las formas y maneras en que las distintas naciones europeas regían sus colonias caribeñas, algo enlazaba todos esos vínculos imperiales: la esclavitud negra. España en Cuba, Inglaterra en Jamaica y Barbados, y Francia en Martinica, Guadalupe y la entonces llamada Saint-Domingue, impusieron la servidumbre a millones de seres humanos, oriundos del continente africano, sometidos a cruenta explotación de su trabajo y vida en la producción de bienes cuyo rédito beneficiaba a colonos, corporaciones y estados europeos.

Enajenados de su tierra nativa, separados para siempre de sus familias y seres queridos, obligados a marchar encadenados hasta algún puerto en la costa occidental africana, hacinados en un barco durante la larga travesía a través del Atlántico (ordalía que no todos lograron sobrevivir), forzados a trabajar largas horas bajo el sol candente del trópico caribeño, castigados cruelmente al menor asomo de rebeldía, obligados a renunciar, al menos públicamente, a sus autóctonas creencias y rituales religiosos, que hasta entonces conferían sentido a su vivir y su morir, experimentaban en su carne y su alma uno de los sistemas de opresión más crueles jamás diseñados por la imaginación humana. Todo ello para el lucro y el enriquecimiento de hacendados, colonos, comerciantes y estados europeos.

La esclavitud parecía ser consustancial a la historia humana. ¿El poder y prestigio de Grecia y Roma, no habían dependido, en buena medida, de sus innumerables esclavos? ¿No indica acaso Aristóteles, en su Política, que una sociedad libre, configurada por el intercambio entre hombres (varones) libres, requiere, como condición indispensable aunque paradójica, de la existencia de castas de esclavos? ¿No exhortan las escrituras cristianas, en diversos lugares claves, a los siervos a someterse incondicionalmente a sus amos (I Pedro 2: 18-20 – “Que los esclavos obedezcan a sus patrones con todo respeto… también a los que son duros. Porque ahí está el mérito, en que soportan malos tratos sin haberlo merecido… eso es grande ante Dios”)? ¿No eran acaso múltiples las instituciones religiosas en toda América y el Caribe que poseían esclavos y justificaban teológicamente su proceder? Aún Bartolomé de las Casas, el gran defensor de los indígenas, tuvo, casi al final de su larga y azarosa vida, que expresar un amargo arrepentimiento por haber apoyado inicialmente la importación de esclavos africanos para sustituir a los indígenas americanos y caribeños. ¿Cómo imaginar, por tanto, en 1790, que tan longevo e ilustre sistema laboral podría llegar pronto a su fin?

Sidney Mintz, antropólogo norteamericano que por más de seis décadas ha hecho del Caribe objeto privilegiado de estudio académico, ha demostrado con erudita precisión y literaria elegancia, en su libro Sweetness and Power (1986), el vínculo estrecho entre la extrema explotación de trabajadores esclavos en las plantaciones azucareras y las haciendas cafetaleras y tabacaleras antillanas y el enriquecimiento de la dieta regular de las familias europeas. Mientras los esclavos afroantillanos padecían alimentación deficiente, el azúcar, el café y el tabaco se convertían en exótico disfrute regular para diversificar y endulzar la mesa europea. Esa era el drama trágico que diariamente se escenificaba en Saint-Domingue.

Mucha tinta se ha invertido sobre la llamada “Era de la Revolución” (1776-1848). Pero sigue siendo una constante lamentable el silenciamiento relativo o absoluto de la revolución haitiana. Los actores que continuamente se privilegian son la independencia americana (1776), la revolución francesa (1789), la emancipación de las colonias hispanoamericanas (1810) y las revueltas urbanas europeas (1848).

En círculos religiosos y filantrópicos se recalca también el afán abolicionista por abrogar, primero, la trata intercontinental de africanos y, posteriormente, la esclavitud misma. Se descubre aquí una división tajante en los estudiosos de ese movimiento abolicionista. Mientras algunos opinan que la emancipación se debió principalmente al anacronismo de la esclavitud para el sistema capitalista moderno, otros enfatizan la victoria lenta pero segura de la idea de la libertad como derecho humano universal. Anacronismo económico o adelanto de la conciencia ética, esos son los dos polos principales del debate académico. Pero unos y otros lo perciben como una contienda entre abolicionistas y esclavistas europeos y norteamericanos blancos, sin prestar la debida atención al impacto decisivo que en ese proceso tuvo la revolución haitiana.

Eric J. Hobsbawm, en su influyente libro The Age of Revolution: 1789-1848 (1962), sólo de pasada menciona la revolución haitiana, escasamente reconociendo a uno de sus arquitectos principales, Toussant Louverture. Hannah Arendt, en su clásico texto On Revolution (1963) discute y compara las revoluciones norteamericanas y francesas y su importancia para las teorías y las prácticas políticas modernas, ignorando la haitiana. Incluso Enrique Dussel, en uno de sus escritos mayores, Hacia una filosofía política crítica (2001), cuando se refiere al surgimiento de lo que cataloga “segunda modernidad”, alude con frecuencia a los eventos en Francia y Estados Unidos, invisibilizando la revolución haitiana, a pesar de que pretende, desde la perspectiva de los marginados, menospreciados y excluidos, criticar la razón eurocéntrica. Al olvido se relega la recuperación de la crucial importancia de la sublevación haitiana que llevase a cabo C. L. R. James hace más de siete décadas en su texto clave The Black Jacobins (1938). Haití sufre perennemente la penuria de una invisibilidad impuesta, su silenciamiento y marginación de la historia de los esfuerzos libertarios humanos, como bien ha insistido el erudito haitiano Michel-Rolph Troulliot (Silencing the Past: Power and the Production of History, 1995)

Cuando algunos estudiosos de la abolición de la esclavitud prestan atención a la revolución haitiana, ésta se relega sutilmente a pieza del juego de ajedrez blanco. Su atención se focaliza en la manera en que los interlocutores blancos, europeos y estadounidenses percibieron ese evento. Mientras los abolicionistas la describían como el violento destino inevitable de no erradicarse la esclavitud y sus adversarios la presentaban como la expresión máxima de la barbarie negra que es necesario contener y controlar, los esclavos haitianos, en atroz orgía de fuego y sangre, forjaban su propia historia de autonomía e independencia, venciendo a ejércitos españoles, ingleses y franceses. Se tiende a marginar y silenciar la revolución haitiana, aunque durante su dramático acontecer logró capturar la imaginación de aterrados hacendados blancos y esperanzados esclavizados negros de toda América y Europa.

¿Cómo ignorar la gesta épica de una multitud de negros, sus cuerpos marcados por las dolorosas insignias del carimbo y sus mentes lastradas por la falta de educación letrada? La historia ha sido doblemente implacable para los afrocaribeños – inicialmente en la inmisericorde explotación de sus vidas y cuerpos y posteriormente en la marginación narrativa de su proeza libertaria. De ese infierno de angustias y dolores, sin embargo, se ha nutrido la creatividad poética de diversos autores antillanos como Alejo Carpentier (El reino de este mundo, 1949) y Aimé Césaire (Toussaint Louverture: La Révolution française et le problème colonial, 1960), sensibles a su excepcional significado histórico.

Entre agosto de 1791, cuando decenas de miles de esclavos se sublevaron en una volcánica explosión de indignación, y el 1 de enero de 1804, cuando Jean-Jacques Dessalines proclamó la independencia, en Haití aconteció lo inimaginable para la razón blanca eurocéntrica: una revuelta abarcadora y triunfante de esclavos negros. Esa revolución puso en jaque las tres dimensiones cruciales del régimen imperial en el Caribe: la subordinación racista de los negros, el sistema esclavista que convierte a unos seres humanos en propiedad laboral de otros y, finalmente, el derecho de Europa a regir colonialmente los destinos de tierras y poblaciones de ultramar. Racismo, esclavitud y coloniaje: esa trinidad diabólica constituyó el eje integrador del capitalismo europeo moderno. Esa fue la trilogía opresora a la que, contrario a todas las expectativas, se enfrentó victoriosa una multitud de negros esclavos hambrientos y harapientos.

Las decenas de miles de aguerridos soldados franceses enviados por Napoleón bajo el mando de su yerno, el general Charles Victor Emmanuel Leclerc, victoriosos en los campos de batalla europeos, no fueron capaces de doblegar el arrojo e ímpetu de libertad de los haitianos insurrectos. Para los franceses la cuestión en disputa bélica era la preservación del dominio imperial de un territorio caribeño y de un sistema esclavista de producción que beneficiaba sus intereses económicos. Para los negros insurrectos se trataba de algo de mayor valor: resguardar su derecho absoluto a la libertad, no como dádiva de sus amos, sino como fruto de sus propios afanes emancipadores. Por defender ese derecho a la libertad y plena ciudadanía, afirmado en teoría por la famosa Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano (1789), documento insignia de la revolución francesa, pero negado por las armas francesas en el aciago campo de batalla caribeño, los esclavos de Saint-Domingue pelearon arduamente y finalmente triunfaron.

Para culminar esa victoria sobre la triple opresión del racismo, la esclavitud y el coloniaje, los insurrectos asumieron el pleno control de su existencia ejerciendo el derecho a nombrar su tierra. En 1804 Saint-Domingue dejó de existir. La tierra caribeña que padeció la colonización europea inicial con el nombre impuesto de La Española y que luego los franceses bautizaron Saint-Domingue, adquirió, en homenaje a los indígenas arahuacos antillanos, los primeros en sufrir y morir a causa de la codicia imperial, el nombre que aún le distingue: Haití. La libertad culmina en la facultad de forjar la identidad propia. Con ese su nombre propio nació la primera república negra en América.

Pero no terminó ahí la ordalía de los afrocaribeños haitianos insurrectos. Las naciones poderosas de principios del siglo diecinueve, unidas en santa alianza contra quienes intentasen desafiar las jerarquías sociales tradicionales, fueron incapaces, a pesar del cristianismo que todas ellas profesaban, de tolerar, mucho menos reconocer y perdonar, la más contundente sublevación contra su dominio imperial. Haití tenía que ser ferozmente castigada.

La estrategia de venganza y escarmiento contra Haití fue doble y eficaz. Por un lado, se le impuso un implacable aislamiento político internacional y el estrangulamiento de su economía. Se negó el reconocimiento al estado generado por la revolución victoriosa más radical en la historia humana y se le castigó con un interdicto comercial cruel y atroz. Por otro lado, se le difamó y convirtió en parábola del salvajismo y barbarie de su raza y clase. Quienes habían configurado el sistema de opresión humana crudelísimo de la esclavitud de millones de seres secuestrados y compelidos al trabajo incesante, agotador y homicida, ahora rasgaban sus vestidos por las masacres de blancos perpetradas por los negros sublevados. De ahí nació la degradante leyenda que imperó, como atroz espectro, por toda la hegemónica civilización occidental. Haití se convirtió en signo y enseña de un infierno negro, siniestra amenaza de la cultura cristiana occidental.

Las consecuencias nefastas de esa doble estrategia aún perduran, lacerando los cuerpos y las almas de incontables haitianos. La revolución haitiana fue, sin embargo, el evento que de manera decisiva determinó el fin de la esclavitud negra en América. Fue también el preámbulo de la independencia latinoamericana. Al conmemorar los esfuerzos libertarios latinoamericanos, evitemos replicar el injusto silenciamiento de la gesta haitiana, cáliz amargo que este noble pueblo caribeño ha tenido que padecer por más de dos siglos.

 



…nous briserons la mâchoire des volcans
affirmant les cordillères
et la plaine sera l’esplanade d’aurore
où rassembler nos forces écartelées
par la ruse de nos maîtres.

Bois d’Ébène
-Jacques Roumain

 

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