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Lo peor en el caso de Alexa PDF Imprimir Correo
Escrito por Julio A. Muriente Pérez | MINH   
Viernes, 28 de Febrero de 2020 15:31

alexa

Lo peor son los falsos escrúpulos, los falsos sentimientos, las penas de la boca para afuera, la complicidad silenciosa de quienes no pueden dejar de pensar—porque lo creen de veras—que Alexa se lo buscó; o peor aún, que Alexa lo merecía, por ser como era, por atrevida, por anormal, por peligrosa.

Terrible como ha podido ser, lo peor no es que alguien—quien quiera que haya sido-- le quitara la vida a Alexa. Lo peor de lo peor es todo lo demás.

Lo peor es que esta sociedad se haya ido acostumbrando, como si fuera lo más normal del mundo, a la precaria existencia de miles de deambulantes, que arrastran consigo dolencias del cuerpo y del espíritu, desprecio y abandono, angustias e incomprensión, y siguen un rumbo que les conduce a ninguna parte. Que lo que buscan no es un “home”, sino un poco de humanidad. Esta sociedad que—para su vergüenza-- proclama el derecho a la vida digna como el principal de los derechos humanos, pero mira para el otro lado ante semejante indignidad.

Lo peor es que esta sociedad que presume de ser tan culta y civilizada se ha ido atosigando de prejuicios macabros, de malas voluntades, odios e impunidades, del gozo por la violencia y el sufrimiento, de la muerte brutal como razón de vida, de la insensibilidad más insoportable, de la contabilización de cadáveres y agresiones y de delitos título uno, dos , tres, cuatro…

Lo peor es que se aplicará sin disimulo, una vez más, la máxima aquella del muerto al hoyo y el vivo al retollo. Que demasiados se sentirán satisfechos y satisfechas luego del sepelio o la cremación y de que alguno vaya a la cárcel. Y luego, que venga el siguiente muerto. A eso le llaman, cínicamente, hacer justicia. Justo en el momento en que hemos debido comenzar a preocuparnos.

Lo peor son los falsos escrúpulos, los falsos sentimientos, las penas de la boca para afuera, la complicidad silenciosa de quienes no pueden dejar de pensar—porque lo creen de veras—que Alexa se lo buscó; o peor aún, que Alexa lo merecía, por ser como era, por atrevida, por anormal, por peligrosa. O quizá simplemente por su olor.

Lo peor de todo es que se pretenda ver este asesinato espantoso como un caso aislado, como algo excepcional y extraño, cuando la dura realidad es que palmo a palmo hemos ido sucumbiendo ante el achicamiento de nuestros corazones. Nos dedicamos a contar las atrocidades que se cometen cada tanto tiempo, como si se tratara de una de esas películas cínicamente denominadas de acción, donde matan por ver la sangre chorrear. No alcanzamos a entender que no hay crímenes de amor, que todos son de odio, el de Alexa, los de la semana anterior; todos.

Lo peor de todo es que no reconozcamos que cada uno de nosotros y nosotras tiene una cuota de responsabilidad en el comportamiento y la condición de cada cual en esta sociedad. Que nadie se forma, mucho menos se deforma, en la soledad. Que es la sociedad en su conjunto la que está enferma, profundamente enferma. Que con Alexa y otros tantos, todos y todas morimos un poco cada día.

Lo peor de todo es que reduzcamos las claves a la presencia policiaca, a la política de mano dura, al castigo implacable, a los famosos y desprestigiados planes anticrimen de la policía, como si estuviéramos ante una situación policiaca y no ante una profunda crisis social.

Lo mejor, no obstante, es que en nuestro país sigue habiendo gente con vergüenza y dignidad, que se estremece ante hechos como éste, que sueña con una sociedad distinta y superior, en la que barbaridades como la cometida contra Alexa—y contra cada uno de nosotros y nosotras—sean simplemente inadmisibles.

Lo mejor de todo es lo avergonzados y dolidos que nos sentimos quienes sufrimos el dolor del prójimo como propio. Que asimismo nos indignamos ante los fariseos e hipócritas que lloran lágrimas de cocodrilo ante el asesinato brutal, mientras se dedican diariamente a promover prejuicios y odios viscerales.

Lo triste de todo es que se va quedando uno sin palabras, porque quisiera invertir energías y sentimientos en cantarle a la alegría y a la felicidad. Pero la vida que vamos viviendo nos lo impide. Hacemos un esfuerzo, porque nadie crea que nos vamos a rendir. Pero en este instante la tristeza—y la indignación también—es mayor.

(El Nuevo Día)


 

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