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Líneas amarillas PDF Imprimir Correo
Escrito por Reinaldo Pérez Ramírez / Claridad   
Sábado, 16 de Julio de 2011 07:47

perlaLas líneas no tienen masa ni ocupan espacio; nadie vive encima de ellas. Las fronteras no constituyen territorio; lo excluyen, a lado y lado. Sirven para separarnos y clasificarnos en un supuesto orden que cada vez resulta más parecido al caos.



 

“La Perla, amargura de ala rota
que nunca…mereció…”
La Perla
Tite Curet Alonso
Ismael Rivera y sus Cachimbos (1978)


“La noche me sirve de sábana…”
La Perla

Los de atrás vienen conmigo
René Pérez con Rubén Blades
Calle 13

 

La complejidad de la interacción social nos lleva a utilizar señales y códigos que, al final del día, se convierten en atajos para la convivencia. Colores y objetos cobran significados automáticos, fáciles de entender, sin necesidad de ser pensados. Un lazo amarillo nos hace partícipes del deseo del regreso de algún ausente, tal vez un rehén. Una paloma de paz se contrapone a un águila de guerra. Un mameluco anaranjado en Puerto Rico significa cárcel federal. Y, en casi todas partes del mundo, una línea amarilla pintada en cualquier superficie -incluyendo un pavimento- delimita un área, la reserva con pretensiones de exclusión impuestas por autoridad competente.

A raíz de los recientes arrestos en La Perla, los agentes federales hablan de una línea amarilla que marcaba el deslinde de los territorios entre los extraños a la comunidad y los que, por ser del barrio, habrían tenido derecho a cruzar más allá de ésta, con patente de corso para negociar la droga. De haber existido esa línea, pintada por quien la hubiese pintado, no sería diferente a las que definen la desprestigiada legalidad del país. Tampoco sería diferente a todas las demarcaciones del mundo: las líneas no tienen masa ni ocupan espacio; nadie vive encima de ellas. Las fronteras no constituyen territorio; lo excluyen, a lado y lado. Sirven para separarnos y clasificarnos en un supuesto orden que cada vez resulta más parecido al caos.

Las autoridades del Gobierno de Puerto Rico han determinado que éste era el momento para actualizar el estatus de los residentes de La Perla con relación a los servicios básicos de energía eléctrica y de agua. Sin más precaución que la de ocultarse bajo el manto de una legalidad de confusas líneas, han enviado un ejército de trabajadores a suspender el servicio a todo aquel que no pueda acreditar que tiene una cuenta y que la tiene al día. El resultado inmediato fue que, en un fin de semana extendido por un feriado, dejaron sin servicios esenciales a cientos de familias -también de trabajadores- incluyendo niños, ancianos, enfermos e impedidos. Esos días, literalmente, el barrio se arropó con la sábana de la noche. Cualquiera pensaría que la acción del Gobierno constituyó un castigo por haber albergado en el seno de la comunidad a los alegados narcotraficantes arrestados el día anterior. Ésa sería la explicación fácil. Pero no la única.

No se trata del hurto de energía. Ni siquiera se trata de la ilegalidad del narcotráfico. Tampoco se trata -aunque sea cierto- de que existan intereses que urden en silencio un plan para sacar a los vecinos y convertir el entorno en un megamercado de bienes raíces para inversionistas. Realmente, de lo que se trata es de la verdadera línea amarilla: la del desfase entre una abstracta legalidad oficial y la realidad que impone el sobrevivir el día a día, amañándose cada quien como puede, ahorrando lo que aún no se devenga para subsistir - mientras me lo permitan, claro, y mientras paralelamente se asienta y conforma una legalidad callejera de facto, que nadie espera sea súbitamente suplantada por la legalidad oficial tan desprestigiada. En la cotidianidad, la “legalidad” se da por descontado, como el sistema de “default” de cualquier computadora; no miramos para el lado, a menos que sea necesario para sobrevivir. Las legalidades callejeras, así autoasumidas, son más efectivas que las impuestas mediante la fuerza oficial de la ley, que convulsa autointoxicada de poder.

Si lo que ocurrió en La Perla hubiese ocurrido en Río de Janeiro o Sao Paulo, Buenos Aires o Ciudad de México, Lima o Santiago de Chile, la indignación popular habría podido convertirse en concreta acción política.

En Puerto Rico, no. Claro, aquí tenemos el acomodo del subsidio del coloniaje y nuestros parámetros de “pobreza” son otros. Desde que yo usaba pantalones cortos, se nos compara con Missisipi, el estado “más pobre” de Estados Unidos, para significar lo “pobres” que somos en esta triste colonia abandonada. Pero nuestra miseria es diferente a otras. Lo que antes se llamó el “situado mexicano” y ahora se llaman los “fondos de transferencia” producen una especie de estado soporífero en el que se nos conmina a desmerecernos un poco cada vez, en la “cultura” de la dádiva y el “busque” como mecanismo de sobrevivencia individual y colectiva. Si los políticos roban trazándose convenientes, zigzagueantes, difusas y cambiantes líneas, ¿por qué no podemos nosotros trazar las nuestras?

La Perla, como cualquier comunidad en Puerto Rico, es una metáfora de una colonia desvencijada a la que, con el decursar inexorable de la historia, se le hace cada vez más difícil mantener el vibrante colorido caribeño de su esencia. El color y la textura se decantan micrón a micrón, se pierden poco a poco, produciéndose a la larga el “distressed” o el “faded look” del que en otro contexto hablan los decoradores y diseñadores. Aun cuando de tiempo en tiempo se manifiesten explosiones y destellos de brillantez, los pedazos de nuestra particularidad se difuminarán, si no nos percatamos a tiempo de lo que ocurre.

Vista desde el mar –como en la foto– cual Valparaíso caribeño, arropada con la sábana de la noche, La Perla y Puerto Rico son amarguras de ala rota, sobrevivientes tan improbables como persistentes que –a pesar de los mamelucos anaranjados– nos permiten aún abrigar la esperanza de un mundo en el que las líneas amarillas sean sólo las necesarias.

* El autor es abogado laboral con práctica sindical y miembro de la Junta Directiva de CLARIDAD.

 

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