“El ser humano puede ser el satán de la Tierra, él que fue llamado a ser un ángel de la guarda y celoso cultivador. Ha demostrado que, además de homicida y etnocida puede transformarse también en biocida y geocida”: Enrique Leff
El planeta entero ha mostrado consternación ante el retiro de Estados Unidos del Acuerdo de París, anunciado por el presidente Donald Trump.
El Acuerdo de París, aprobado en diciembre de 2015 por representantes de casi doscientos países, es el mayor consenso internacional alcanzado hasta ahora, para enfrentar las ya desastrosas consecuencias del calentamiento global sobre nuestro entorno natural.
Dicho Acuerdo supone la admisión de la responsabilidad que han tenido las sociedades humanas durante varios siglos, en la progresiva destrucción de la Madre Tierra.
La decisión de Trump no es un hecho aislado. Corresponde a una visión ideológica compartida por sectores ultraconservadores del capitalismo industrial estadounidense. No es casualidad que el expresidente George Bush se negara a suscribir en 1997 el Tratado de Kioto contra el calentamiento global. Tampoco es incidental que los grandes intereses económicos de Estados Unidos hayan pagado millones de dólares a diversos científicos, en un intento por desmentir el evidente impacto del calentamiento global provocado por el ser humano.
Tan insensata y absurda es la posición de Trump, que incluso sus socios capitalistas de Europa—corresponsables históricos principales del calentamiento global-- han puesto el grito en el cielo. Asimismo, esa infortunada decisión ha generado la repulsa de funcionarios gubernamentales, organizaciones sociales y personalidades de Estados Unidos.
En 1970 Estados Unidos—la potencia industrial más derrochadora de recursos naturales y la más maltratante del ambiente—aprobó su Ley pública ambiental. Ya la crisis ambiental global tocaba a sus puertas y a las de otras potencias industriales, pero la actitud de negación de entonces ha durado hasta hoy, cuando las investigaciones y conclusiones de la ONU confirman lo ineludible.
El cuadro no podría ser más inquietante: sequías e inundaciones inesperadas y destructivas; huracanes de intensidad nunca antes vista; deshielo de glaciares y de los casquetes polares; elevación del nivel del mar y el anuncio de la desaparición de grandes extensiones de costas en todos los continentes; calentamiento o enfriamiento inusitado de regiones enteras; alteración de la temperatura oceánica, activando las corrientes del Niño y de la Niña y alterando el clima aquí y allá…
No se trata de una visión apocalíptica. Ha sido el fruto del manejo indiscriminado y negligente de los recursos naturales y los combustibles fósiles, particularmente a partir de la Revolución Industrial, a mediados del siglo XVIII. Período que coincide con el desarrollo del capitalismo industrial moderno, hasta nuestros días.
Es justamente eso lo que pretenden defender Trump y sus correligionarios, un modelo de producción de riquezas para beneficio de pocos, a costa de la inseguridad de las mayorías y la destrucción de la Tierra.
Este serio asunto no debe pasar inadvertido para nosotros. Con más de tres millones de vehículos de motor produciendo monóxido de carbono, centenares de chimeneas industriales y siendo objeto de un proceso intenso de deforestación, Puerto Rico ostenta la condición nada envidiable de ser el principal aportador de gases tóxicos a la atmósfera en el Caribe.
No estamos ante un problema ambiental, sino ante un serio conflicto social y humano que nos perjudica a todos y todas. Es la vida en el planeta lo que está en juego. Por eso es tan grave la decisión tomada por Donald Trump, que merece nuestro rechazo más contundente.
(El Nuevo Día / 5 de junio, 2017)
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