Abordemos el resultado de las elecciones presidenciales celebradas en México el pasado primero de julio, desde diversas perspectivas.
México, con sus casi dos millones de kilómetros cuadrados, más de 130 millones de habitantes, inmensas riquezas naturales y una frontera de 3,000 kilómetros con Estados Unidos, es uno de los países más importantes de nuestra América.
Probablemente lo más dramático de esas elecciones no ha sido la victoria anticipada de Andrés Manuel López Obrador y la alianza que encabezaba, sino el colapso de los dos partidos tradicionales—Partido Revolucionario Institucional (PRI) y Partido Acción Nacional (PAN)-- que se han repartido el control del gobierno por décadas.
López Obrador no solo ganó; aplastó. El PRI y el PAN no solo perdieron; fueron virtualmente borrados del mapa. Los electores no votaron solamente para elegir a un nuevo presidente. Mostraron un afán por cambios profundos en la sociedad mexicana.
El caso más significativo es el del PRI. Se trata de la institución que asumió las riendas de México, poco después de finalizada la así denominada Revolución Mexicana (1910-1917)—que en el fondo tuvo como fruto menos de revolución y más de oportunismo, manipulación y demagogia--.
Con el pasar del tiempo, el PRI se convirtió en ideología y en modo de vida que ha respirado y consumido ese pueblo por muchos años. En México se ensayó el modelo populista más exitoso de América Latina, por medio del cual se logró mantener—a las buenas o a las malas-- el control hegemónico sobre la sociedad; aparentando grandes cambios y manteniendo inalteradas o agravadas las injustas y desiguales relaciones entre la mayoría empobrecida y la minoría enriquecida de la población. Según cifras de 2015, el diez por ciento de la población es dueño de más de dos terceras partes de la riqueza, incluyendo a Carlos Slim, uno de los más ricos del planeta.
En octubre próximo se conmemoran cincuenta años de la Masacre de Tlatelolco (1968). Cientos de personas, sobre todo jóvenes que luchaban y protestaban en demanda de una mejor universidad y un mejor país, fueron brutalmente asesinados por la policía y el ejército mexicanos, por órdenes del gobierno presidido por el PRI. Nunca se supo la cifra de los muertos.
Cinco años después, en 1973, otra administración del PRI compuesta por funcionarios manchados con la sangre de la Masacre de Tlatelolco, rompió relaciones con Chile, tras el golpe de Estado contra Salvador Allende y en denuncia a los asesinatos cometidos por la dictadura de Augusto Pinochet. Esa ha sido su marca registrada: una cara hacia adentro y otra cara hacia fuera.
El populismo priista ha ido desacreditándose progresivamente, mientras México ha sido entregado al gran capital transnacional, sobre todo estadounidense. La corrupción y la violencia más descarnada han arropado al gobierno, sus instituciones y la sociedad toda, al tiempo que el narcotráfico se ha entronizado y decenas de millones de mexicanos abandonan el país ante la imposibilidad de tener una vida digna. En 2017 se cometieron 28,710 asesinatos. En mayo de 2018 se alcanzó una cifra record mensual: 2,890 asesinatos. El narcotráfico mueve más de 100 mil millones de dólares al año.
Entrega, corrupción, violencia, narcotráfico y emigración. Y un pueblo que reclama cambios que le permitan vivir en paz y felicidad. Ese es el país que le tocará presidir a López Obrador. Un virtual narcoestado, empobrecido y saqueado, urgido de cambios profundos, que habrá que ver hasta dónde el nuevo gobierno podrá realizar efectivamente.
Mientras tanto, hay señales positivas en lo referente a la política exterior. Bajo el gobierno de Peña Nieto-PRI, este gran país se ha convertido en uno de los miembros más activos del llamado Grupo de Lima, compuesto por una docena de gobiernos fieles a Washington. Pues bien, López Obrador ha reiterado que su gobierno se ceñirá al respeto a la soberanía nacional de los países vecinos y del mundo. Eso, esperamos, aplicará lo mismo a Estados Unidos que a Venezuela y Cuba.
En un sentido mayor, caribeño y latinoamericano, la victoria de López Obrador ha sido un respiro, tras los avances del conservadurismo más duro en Argentina, Brasil, Paraguay, Honduras y Ecuador.
En todo caso, no se trata de una victoria revolucionaria, sino de un triunfo electoral, donde el gobierno entrante ha insistido en que será escrupulosamente respetuoso de la constitución y las leyes vigentes. Un triunfo que en buena medida dependió de acuerdos y entendidos con los sectores más disimiles de la sociedad mexicana, desde los empresarios oportunistamente desafectos del PRI y el PAN hasta el oportunismo religioso. Y que consiguientemente está atado a numerosos intereses que solo han querido llegar al gobierno y beneficiarse de este.
La victoria de AMLO no representa una derrota estratégica del populismo priista ni del neocolonialismo creciente, pero es un paso significativo hacia lo mejor. Es una victoria electoral que genera muchos sueños, mucha esperanza, en el pueblo mexicano. Una victoria electoral que, ciertamente, hay que celebrar, aunque sea sin hacernos de falsas ilusiones.
(El Nuevo Día) |