En estos días postreros, unos cuantos se halan por los pelos en disputa inútil por las precandidaturas a la administración colonial, como adelanto de la estridencia a la que estaremos sometidos en 2020. Si estos políticos de oficio tuvieran el recato de dejar tanta cháchara para más tarde y permitirnos unos días de tranquilidad; si al menos hicieran mutis hasta después de Reyes… Después de todo, gane quien gane en noviembre próximo, aquí manda y dispone una junta dictatorial impuesta por el Congreso de Estados Unidos, con el propósito calculado de llevarse hasta los clavos de la cruz.
Mientras tanto, otros interesados intentan sacar pecho ante la imposición federal que prohíbe la industria-deporte-tradición-folklore-negocio cruel y violento de las peleas de gallos. Pero de mentiritas. Quizá han pasado por alto que se trata de parte de una ley aprobada por los mismos que impusieron la ley Promesa. Y que por cierto, está inspirada en la prohibición de violencia y crueldad contra los animales. Ellos, que lo mismo lanzan bombas sobre Bagdad o que defienden a los indefensos animalitos.
Un fracatán opta por colmar esos templos ecuménicos de la modernidad que son los centros comerciales, en busca del singular tipo de felicidad que provoca el vicio del consumo. Aunque la tarjeta se trepe. Aunque hace rato que el bono se esfumó. Embrolla’o pero feliz, es la consigna. Que después de todo, bien vale la pena un ratito de enajenante confort decembrino. Y para eso son las navidades; para gastar.
Otros insisten en recordar el carácter cristiano de la Navidad, y acuden a las iglesias en búsqueda de alguna paz y sosiego. Seguramente muchos no saben que esta fecha de origen romano fue decretada hace siglos por algún papa, que pretendía poner orden y disciplina en su iglesia todavía preadolescente. Algún día tendría que haber nacido Jesús y ahí estaban el 25 de diciembre y las fiestas “paganas” al dios Saturno para resolver el dilema. Aunque hiciera un frío horrible en el invierno estepario de Belén, y María y José no tuvieran ni una frisita con que arropar al pobre-recién nacido-pobre. Solo se salvó de agarrar una pulmonía triple porque, según su padre celestial, todo estaba escrito… No es blasfemia, es el hecho histórico. Aunque ésta, la historia, también se puede pasar por alto.
Diciembre es pura fantasía. Es ilusión de que algo acaba y algo comienza; y de que lo que comienza—eso que llamamos año nuevo-- será inevitablemente mejor que lo que tiene fin; es decir, eso otro que denominamos año viejo. Es muy de terrícolas el asunto. De las vueltas que da la Tierra sobre su eje y alrededor del Sol, etc.
Es ocasión para producir listados de “resoluciones de año nuevo”, con la ansiedad de que se cumplan al menos algunas; o de hacer de astrólogo, como solía hacer mi madre con bastante tino, y pronosticar lo que sucederá al año siguiente en todos lados; o de depositar el porvenir en una docena de uvas.
Eso sí, nuestra Navidad es sin duda la más larga del mundo. Se inicia con la fecha profana de “acción de gracias”, impuesta por la Roma moderna, y finaliza quién sabe cuándo. Casi en Semana Santa. Entonces cambiamos, siempre solemnemente, el lechón y las morcillas por vianda, bacalao y pescado. Pero, de nuevo, lo importante es que haya mucho tiempo para gastar, consumir y ser felices. En nombre del niñito Jesús, por supuesto.
Es una Navidad eminentemente gastronómica. Es la época del año cuando mejor y más variado se come y se bebe. La gula asecha a cada esquina y todos nos rendimos gustosos. Es temporada de excesos consentidos.
Es una Navidad fiestera, irreverente y alborotosa. No debe haber en el planeta una sociedad que haya producido un número mayor de canciones navideñas que Puerto Rico. Curiosamente, de cada cien canciones, apenas dos o tres hacen referencia al nacimiento del hijo de Dios. No. Fiesta, bebelata, parranda, baile, chismes, el lechón, el pitorro, la puertorriqueñidad, la nostalgia, o cualquier asunto de la vida cotidiana puede ser el tema de la melodía siempre alegre y bullanguera, con tal de que “san diciembre” dure hasta la eternidad. Soñando con que la vida toda sea una fiesta.
Por eso muchos ponen el árbol importado a finales de noviembre, festejan el 25 de diciembre con el pobre árbol ya envejecido y la sala llena de hojas secas; vuelven a la carga el 31, luego recobran cierta armonía familiar el día de Reyes—símbolo patriótico por excelencia-- en dirección a las octavitas y, para remachar, las fiestas de la calle San Sebastián.
Si fuera por la extensión de las fiestas navideñas, iríamos todos y todas directito al cielo, como premio a tanta devoción.
Ahora bien, y dicho en justicia, aparte de todo lo demás, nuestro pueblo bien merece unos días de asueto. Nos los hemos ganado. Que bastante dura ha sido la lucha que hemos librado en este histórico 2019. Que razones por las cuales brindar hay en abundancia. Que es preciso detenernos a reflexionar sobre el porvenir, así sea con un trago de pitorro o con un plato de arroz con gandules, lechón y morcilla en las manos. O ambos.
Que expresar cuanto nos amamos nunca está de más; más bien está de menos.
Dicen los científicos que al Sol le quedan al menos cinco mil millones de años de vida. A la Tierra, quién sabe. Parecería que tenemos tiempo de sobra para construir un mejor futuro, si es nuestra voluntad. Claro, no es que ahora nos vayamos a recostar por varios miles de millones de años a ver el tiempo pasar; que bastante finita que es la vida humana.
Es, simplemente, que en este fin de año, a pesar de los pesares, seamos capaces de alcanzar una buena dosis de felicidad verdadera; para amar la vida, la familia, la humanidad, la naturaleza, la patria. Y para seguir viviendo.
Feliz Año.
(Publicado en El Nuevo Día) |