Cancelado el proceso electoral por el artero golpe del 10 de marzo, que despidió a 135 gobernantes auténticos, legalmente constituidos, y frustró el ascenso al poder de quienes lucían en aquel momento con más ventaja para alcanzarlo –los ortodoxos–, el pueblo cubano volvió a sus faenas en actitud indiferente hacia toda acción o abstención política.
Tal disposición ante los hechos se reafirmó al transcurrir los días y percatarse de que la llamada revolución del 10 de marzo no tenía nada de lo que define y entraña a una revolución, y que paralelamente, el gran partido ortodoxo, con sus colaterales y consejos se fragmentaba velozmente hasta desintegrarse.
Al pueblo lo colmó la desilusión, al extremo de que ya nada oía, y si oía no le importaba gran cosa. Por eso, cuando Fidel Castro dijo en el juicio por los sucesos del cuartel Moncada, que él había acusado a Batista ante los tribunales de justicia por producir el golpe militar y pedido para él la pena de más de cien años de cárcel, todos se extrañaron. El proceso judicial contra el general Batista lo había iniciado el doctor Fidel Castro en los días en que el pueblo se mostraba indiferente a todo.
Fracasada la acción ante los tribunales, Fidel Castro, que había aspirado a representante a la Cámara en la columna del Partido del Pueblo Cubano en la provincia de La Habana se dirigió a Artemisa. A pesar de que su campaña electoral la desarrolló lógicamente, en los municipios de la capital, sabía que en Artemisa existía un fuerte bastión rebelde dentro de las filas de la juventud ortodoxa.
Eran muchachos, más que ortodoxos, seguidores de la línea del extinto Eduardo R. Chibás y a ellos antes que a ningún otro grupo, comunicó Castro sus ideas de derrocar el régimen por las armas. Las palabras de Fidel tuvieron calurosa acogida. La semilla prendió y las primeras células revolucionarias no tardaron en integrarse.
Por largos meses dejó de verse a Fidel por los lugares acostumbrados en La Habana; sus vínculos con el partido eran cada vez menos estrechos; tampoco en la Universidad se le encontraba.
–Es que estoy alejado de todo –respondía a algunas personas que se extrañaban de su actitud y que por mera casualidad se encontraban con él en el camino.
El único que sí sabía en qué andaba Fidel Castro era un joven contador público, radicado en La Habana, procedente del central Constancia, en Las Villas, Abel Santamaría Cuadrados, que trabajaba en una importante firma comercial en el Vedado. Abel lideraba una peña de contables con sede en el edificio de 25 y O, donde se hablaba de Martí, de Chibás y de una revolución distinta, basada en postulados de saneamiento moral y administrativo preconizado por el difunto fundador de la ortodoxia. A esa peña concurría Fidel. De esa peña salieron las primeras contribuciones económicas para financiar la acción del cuartel Moncada. La peña de contables de Abel Santamaría ofrendó los primeros mártires del 26 de julio.
Adquiridas las armas necesarias; adoctrinadas en la disciplina militar, en la historia y en el pensamiento martiano, las células revolucionarias y dispuestos todos a morir si fuera necesario, Fidel y Abel trazaron el plan del asalto al Regimiento Uno de Santiago de Cuba. Ellos dos conocían cuándo y qué objetivo iba a atacarse.
¿Por qué Moncada y Bayamo?
Porque las páginas más heroicas de la historia de Cuba se escribieron allí, y la historia se repite. Por eso Fidel Castro insistió con Abel Santamaría en que el "grito" se diera en Oriente.
Pero si la operación debía ser en esa provincia era necesario tener hombres en aquel punto. El factor sorpresa era lo esencial para el éxito de los planes trazados y para lograrlo la discreción tenía que ser absoluta. Por eso los primeros sorprendidos el 26 de julio de 1953 fueron los santiagueros y los bayameses. Y solo un vecino de Santiago, Renato Guitart, colaboró en el plan con Fidel Castro y Abel Santamaría aunque no fue hasta la víspera del día del ataque que supo Guitart cuál era realmente el objetivo.
Renato Guitart, joven residente en Santiago de Cuba, natural de Cárdenas, alto, delgado, de rostro pálido, sombreado en la mejilla izquierda por una gran mancha roja, un muchacho tranquilo y discreto que conocía a Fidel Castro personalmente, fue la persona señalada para que recibiera en Santiago de Cuba a Ernesto Tizol Aguilera, técnico agricultor con modales sajones, que se establecería en las afueras de aquella ciudad como granjero, especializado en la crianza de pollos.
Abandonando un próspero negocio en la ciudad de Miami, Tizol, recién casado en esos días, se trasladó a Cuba para fundar la nueva empresa que culminaría en una acción bélica y en un juicio trascendental; el proceso político más importante de la historia judicial de Cuba republicana: La Causa 37, colofón del primer acto que cimentó una revolución armada que triunfó y cuya dimensión y fuerza son imprevisibles.
Ernesto Tizol, el presunto criador de pollos de granja, alquiló una bastante vieja y espaciosa residencia campestre, con dos acres de terreno, en el camino que conduce a la playa Siboney, a unos 15 minutos del centro urbano de Santiago de Cuba y a dos kilómetros de las primeras estribaciones de la Sierra Maestra, el sistema montañoso más extenso y elevado de la región de Oriente. Esto ocurría en abril de 1953, tres meses antes del 26 de julio. La estratégica finca fue arrendada a su propietario, el señor José Vásquez, un comerciante de la localidad.
Pronto comenzaron a llegar por expreso de ferrocarril cajas de alimento para aves, huevos, pollos e implementos agrícolas consignados a la granja de Tizol en Siboney, donde simultáneamente se laboraba en la instalación de incubadoras en lugares visibles desde la carretera. Frente a la vieja residencia se improvisó con tablones un rústico garaje que ocultaba discretamente un enorme pozo.
Un viejo matrimonio español, vecino de la granja, Renato Guitart y un joven procedente de La Habana, Abel Santamaría, eran los más asiduos visitantes de Tizol. En una o dos oportunidades fue recibido en la finca un robusto abogado de Mayarí aparentemente interesado en la instalación avícola: era Fidel Castro.
Aquellos pacíficos jóvenes parecían vivir alejados totalmente de la pugna política nacida del golpe militar del 10 de marzo de 1952. Salidas en auto por los alrededores de la ciudad y constantes viajes al expreso ferroviario de la Alameda Michaelson era toda la distracción del magro granjero. Al segundo mes de su estancia en Santiago de Cuba arribó a la granja un colaborador que permanentemente compartiría las labores con él: Abel Santamaría acompañado de una mujer que resultó ser su hermana Haydée haciéndose pasar por su esposa.
A partir de ese instante, la actividad en la finca fue febril, los viajes se intensificaron de Santiago a La Habana y de La Habana a Santiago. El mayor trajín comenzaba en horas de la noche cuando se vaciaban las maletas que traían en sus excursiones de negocios a la capital y que contenían ropas y ¡armas!
Entre los alimentos para aves y cajas de huevos consignadas, venían implementos bélicos e importante documentación. Próximos los festejos de carnaval que en Santiago duran aproximadamente un mes, incluyendo los ensayos de comparsas y grupos folclóricos, no llamaba la atención el inusitado movimiento en la antes apacible granja de Tizol.
La explicación acordada a posibles curiosos era sencilla: se preparaban para recibir a grupos de amigos que vendrían de La Habana para participar de los festejos de Santa Cristina, Santiago, Santa Ana, los días 24, 25 y 26 de julio, fechas apoteósicas de los mamarrachos de la ciudad oriental. No cabía la menor duda de que aquellos eran tranquilos ciudadanos que nada tenían que temer, lo que justifica que desde el portal de la casona vieran pasar sin inmutarse a los carros que acompañaban al coronel Alberto del Río Chaviano, jefe militar de la provincia, cuando se dirigía a la playa Siboney, donde el nefasto coronel tenía una residencia de verano muy frecuentada.
Aclarado que no existió nunca la menor sospecha en relación con los arrendatarios de la finca Siboney, ni aun para el matrimonio anciano que tenían como vecinos más próximos. La llegada de una mujer a la granja agregó naturalidad al desenvolvimiento de acontecimientos futuros. Pronto fueron compradas más de dos docenas de colchonetas y una vajilla rústica.
–¡Venían amigos de La Habana para disfrutar de las fiestas y pensaban sacar algún dinero para mejorar el negocio hospedándolos allí, pues los hoteles no daban abasto en la ciudad!
Esa fue la respuesta que dio Haydée Santamaría a los empleados de la colchonería cuando ingenuamente le preguntaron: "¿Esta es una casa o un cuartel?" La respuesta satisfizo a los de la colchonería, los que auguraron a Haydée un buen negocio, pues los mamarrachos iban a estar "muy buenos ese año".
En los días próximos a la hora cero convivieron con Tizol en su granja Abel Santamaría, Elpidio Sosa y Renato Guitart.
El día 24 de julio Guitart y Abel se dirigieron a la estación de ferrocarril para recibir a Haydée Santamaría que regresaba de un precipitado viaje a La Habana: con Haydée llegó la doctora Melba Hernández, ambas con un voluminoso equipaje que resultó contener uniformes y armas.
Melba Hernández relataba a sus compañeros cómo ellas habían dicho a sus familiares que iban a pasarse unos días en Varadero y que al "abogado" –se refería a Fidel– se le habían quedado los espejuelos sobre una estufa ornamental que adornaba la sala de la casa de ella en Jovellar 107 y que para no despertar sospechas no retornó a recogerlos. Ellas hicieron el viaje en tren, pero la mayoría de los compañeros fue a Santiago en automóviles u ómnibus. Fidel Castro hizo el viaje de La Habana a Oriente en auto, así como Boris Luis Santa Coloma, Jesús Montané, René Betancourt, Vicente Chávez, Pedro Miret, Carlos Bustillo, Orlando Castro, Raúl Martínez Araras, Oscar Alcalde, Eduardo Granados, Gustavo Ameijeiras y otros. En total salieron de la capital unos 16 automóviles rumbo a Bayamo y Santiago.
El día 25 de julio lo dedicaron Melba Hernández, Haydée Santamaría y Elpidio Sosa a limpiar la casona de Tizol y disponer las colchonetas para que tan pronto llegasen los visitantes descansaran, pues Fidel les hizo advertir que el 26 sería un día muy activo. Mientras ese grupo ordenaba la casa Abel recordó que había prometido a unos vecinos de Siboney, un viejo matrimonio español de apellido Núñez llevarlo a pasear en auto por la ciudad para que vieran los mamarrachos.
–No puedo dejarlos plantados –dijo Abel– porque sabe Dios hasta cuándo no habrá otros carnavales como estos en Santiago y ya ellos están muy viejecitos para esperar.
A partir de las cinco de la tarde de ese día comenzaron a llegar los futuros combatientes a la ciudad de Santiago de Cuba. Fidel y Abel los recibieron en una casa del centro urbano de la población y allí les informaron a todos que iban a pelear, solo los que no se arrepintieron llegaron a conocer la granja de Tizol.
A las nueve de la noche mientras Melba y Haydée planchaban los uniformes, idénticos a los del Ejército y colocaban las insignias convenidas hicieron su entrada en la finca los primeros hombres. A las diez en punto llegó Fidel Castro a la granja y dispuso que antes de que se acostaran tomara cada uno un vaso de leche. Inmediatamente después les habló. Dijo Fidel, entre otras cosas: "Compañeros, podrán vencer mañana o ser vencidos, pero de todas maneras este movimiento triunfará. Si vencen mañana será lo que aspiró Martí, si no, el gesto servirá de ejemplo al pueblo de Cuba. Se les hará ver a los políticos que si estos 200 jóvenes con tan escasos recursos iban a tomar un regimiento, qué no harían con el dinero que ellos dilapidan. El pueblo nos respaldará en Oriente y en toda la Isla; como en el 68 y el 95 aquí en Oriente damos el primer grito de Libertad o Muerte."
(Al referirse a doscientos compañeros Fidel Castro contaba con los que habían sido señalados para atacar en la misma hora y día el cuartel de Bayamo.)
Castro respondió a algunas preguntas y luego dio la palabra a Abel Santamaría, su lugarteniente.
Abel fue lacónico:
"...es necesario que todos vayamos con fe en el triunfo nuestro mañana, pero si el destino es adverso estamos obligados a ser valientes en la derrota, porque lo que pase allí se sabrá algún día. La historia lo registrará y nuestra disposición de morir por la Patria será imitada por todos los jóvenes de Cuba, nuestro ejemplo merece el sacrificio y mitiga el dolor que podemos causarles a nuestros padres y demás seres queridos: ¡Morir por la Patria es vivir!"
Después de las palabras de Abel, los primeros soldados del 26 de julio se disponen a descansar unas horas, quedan despiertos Léster Rodríguez, Pedro Miret, Renato Guitart, Boris Luis Santa Coloma, José Luis A. Zéndegui, Gómez García, Raúl Castro, Tizol, Abel, Fidel, Melba y Haydée. Las labores de la media noche se la distribuyen ellos. Sacan las armas depositadas en el profundo pozo de la granja, el pozo tan discretamente escondido detrás de los tablones del improvisado garaje, que esta noche oculta la presencia de numerosos automóviles. También esa madrugada se distribuyen los grados y se determina el número de personas que deben ir en cada máquina, así como las armas. Finalmente se dan disposiciones estratégicas a los jefes.
Las actividades se desenvuelven sin gravedad ni aparente riesgo, entonan muy quedo el Himno Nacional y recitan versos de Gómez García; y Fidel lee y relee el manifiesto que se repartirá a la población.
Fidel Castro esa misma madrugada vuelve a Santiago de Cuba y retorna a Siboney a las 3 a.m. A su llegada despierta a la tropa y les dice que es el momento de ponerse los uniformes, pero que no se quiten las ropas de civil, con esa indicación les advierte:
–Ya conocen ustedes el objetivo, el plan sin duda alguna es peligroso y todo el que salga conmigo debe hacerlo por su voluntad, aún están a tiempo para decidirse. De todos modos algunos tendrán que quedarse por falta de armas, los que estén determinados a ir den un paso al frente.
Todos dan el paso al frente, están decididos.
Algo sorprende a Fidel y es que se han repartido los galones y las armas al gusto de cada cual. Hace que le devuelvan las armas y los galones. Todos quisieron ser sargentos porque los sargentos serían la tropa de choque. Fidel Castro designa los mejores entrenados y forma los grupos. Van en 16 automóviles, en cada carro nueve soldados y un jefe; en total 158 hombres y dos mujeres.
Ya vestidos de uniformes amarillos y equipados con sus armas, Fidel Castro ordena que se alineen y los amonesta.
–La consigna –dice– es no matar, sino por última necesidad.
Y explica:
–La primera acción consiste en tomar la posta por sorpresa, esa es una acción suicida y para ella hacen falta voluntarios.
Otra vez todos dan un paso al frente. Y Fidel escoge:
–Pepe Suárez, Renato Guitart, Jesús Montané...
Raúl Castro recibe la orden de su hermano de posesionarse del Palacio de Justicia y emplazar en la azotea una ametralladora.
El Palacio de Justicia está a un costado del cuartel Moncada y por su altura es un punto estratégico de suma importancia. Abel Santamaría recibe la misión de ocupar el Hospital Civil Saturnino Lora, enclavado frente a la entrada principal del Regimiento.
Abel hace resistencia a Fidel:
–Yo no voy al hospital –le dice–, al hospital que vayan las mujeres y el médico, yo tengo que pelear si hay pelea, que otros pasen los discos y repartan las proclamas.
Fidel le riposta severamente:
–Tú tienes que ir al hospital civil, Abel, porque yo te lo ordeno; vas tú porque yo soy el jefe y tengo que ir al frente de los hombres, tú eres el segundo, yo posiblemente no voy a regresar con vida.
–No vamos a hacer como hizo Martí, ir tú al lugar más peligroso e inmolarte cuando más falta haces a todos –responde impetuoso Abel.
Fidel Castro pone las manos sobre los hombros de Abel Santamaría y persuasivo le dice:
–Yo voy al cuartel y tú vas al hospital, porque tú eres el alma de este movimiento y si yo muero tú me reemplazarás.
E inmediatamente Fidel dio la orden de partir, eran cerca de las cinco de la mañana y todavía gran parte de la ciudad festejaba el día de su patrón, Santiago Apóstol, aunque en realidad ya transcurría Santa Ana.
Por el camino de la carretera de Siboney a Santiago los autos suicidas se cruzaron con jeeps del ejército y sus hombres se saludaron afables y confiados. Al transitar por la Avenida de Trocha pudieron escuchar y ver de cerca el toque del bocú, la tumbadora y el bongó y el arrastre de los pies de cientos de personas, al golpe rítmico del piano de la conga o, la charanga. Por la parte alta de la ciudad coincidieron con los santiagueros que salían de las sociedades y clubes, todos ausentes del drama que los envolvería en el transcurso de unas horas.
Para los santiagueros el tableteo de las ametralladoras en el amanecer de Santa Ana eran cohetes y juegos de pirotecnia que había anunciado una firma cervecera para contribuir al mejor lucimiento de la alegre y tradicional fiesta de Momo.
En la intersección de las avenidas de Trocha y Garzón el contingente de automóviles se dividió en tres grupos, tomando cada uno respectivamente hacia la posta de la Avenida de las Enfermeras, la Carretera Central rumbo al Palacio de Justicia y al Hospital Civil Saturnino Lora. En el tercero de los que se dirigieron a la posta de guardia del cuartel Moncada iba Fidel Castro. El primero de los automóviles de la tropa de choque, que era la que invadiría el Campamento, entró fácilmente identificándose como aforados que regresaban a descansar al cuartel. Una vez en el interior, en acción de comandos, desarmaron a los soldados de la posta, en absoluto silencio.
Parecía que todo iba a ocurrir según lo planeado, pero acechaba la fatalidad, el segundo auto que iba algo rezagado al precipitarse chocó con el contén de la acera. y se produjo la alarma. Violentamente salieron de esa máquina y de las demás sus ocupantes irrumpiendo en el campamento militar. La guarnición se movió hacia la posta atacada y se inició el combate. Algunos revolucionarios, entre ellos Renato Guitart, que caía momentos después, logró entrar hasta el cuerpo del edificio, buscando el arsenal según los planos que poseía; pero donde antes se guardaban las armas estaba instalada ahora la barbería. Fidel Castro, pegado al muro de la posta, dirigía la acción, pero al comprender el fracaso de la misma, ordenó la retirada hacia Siboney.
Un cerrado fuego de fusilería y ametralladoras mantenido firmemente por sus compañeros desde varios flancos permitió la huida momentánea de muchos. Una veintena se dirigió al Hospital Lora, otros abandonaron sus uniformes y quedándose con las ropas de civil que llevaban debajo se refugiaron en hogares santiagueros; en este caso estaban los menos. Los que siguieron a Fidel Castro hasta la playa Siboney y se internaron en las primeras ondulaciones de la Sierra, próximas al Caney, tuvieron mejor suerte.
El tiroteo había durado aproximadamente dos horas, a las siete de la mañana se escuchaban aún disparos en medio de una confusión imponderable.
Desde unos ventanales al fondo de la clínica Los Ángeles, que asoma a la Avenida de las Enfermeras, Panchito Cano y yo recogimos las primeras impresiones de la batalla. Esa madrugada estábamos terminando un reportaje sobre los carnavales para la revista BOHEMIA cuando escuchamos las inconfundibles ráfagas de ametralladora. Su sonido no admitía dudas, no eran cohetes ni juego de artificios, sino un combate de gran envergadura.
La clínica Los Ángeles donde primero estuvimos, está distante del Regimiento Uno, Maceo, solo cuadra y media, y del Hospital Saturnino Lora, unos seis metros atravesando la calle. Nuestra magnífica visibilidad desde el segundo piso del edificio la abandonamos media hora después: nuestro propósito era entrar en el Moncada. Los comentarios dentro de la clínica eran que los soldados se estaban fajando entre ellos o que había un tiroteo entre marineros y guardias borrachos, no fue sino hasta avanzada la mañana que se conoció la verdad.
Mientras veíamos correr de un lado a otro a hombres uniformados disparando sus armas y a otros apostados en improvisadas trincheras haciendo blanco en el cuartel o en los paredones del hospital y a un tercer grupo emplazando una ametralladora en el Palacio de Justicia, en el interior del Saturnino Lora la tortura y la muerte aguardaban a dos docenas de jóvenes.
Momentos antes de que los primeros autos irrumpieran en el Moncada, Abel Santamaría, el doctor Mario Muñoz Monroy, Julio Trigo, Melba Hernández, Haydée Santamaría y algunos jóvenes más entraron en el hospital. Llevaban consigo algunas armas, el maletín facultativo del doctor Muñoz, un paquete con arengas impresas y un disco que contenía el histórico discurso del aldabonazo, el último que pronunciara Eduardo Chibás en la emisora CMQ y que ellos pretendían propalar a través de las estaciones de radio locales tan pronto ocuparan el Moncada.
Fue Abel Santamaría, vestido de militar, quien sostuvo una rápida entrevista con el policía que guardaba la entrada principal del hospital.
–No es el Ejército, sino el pueblo el que va a ocupar el hospital, no le haremos daño alguno a usted, solo vamos a desarmarlo –le dijo al policía, que estaba perplejo.
–Él es médico; y ellas, sus enfermeras. No queremos que ocurran muertos ni heridos, pero si son inevitables ellos los atenderán –agregó Abel aclarando la presencia de sus acompañantes.
Tan pronto estuvieron dentro del edificio escucharon los disparos del cuartel.
–Hay que combatir –dijo Abel apenado.
–¿Qué fallaría? –se preguntaba–. ¿Habrá muerto Fidel? –comentaba desolado.
El grupo del hospital se dividió en dos, uno fue hacia el fondo, sector del edificio que queda exactamente enfrente de la posta principal del Moncada y el otro grupo se quedó protegiendo la puerta del hospital.
La refriega se prolongó por mucho tiempo solo en el Moncada. Fidel había dado la orden de que si se frustraban los planes los que pudieran se dirigieran al hospital para de allí evadirse y muy pronto comenzaron a llegar los primeros combatientes al Saturnino Lora, con el desaliento del fracaso. Detrás de ellos en su persecución entraron miembros de la Policía y del Ejército. Un reducido número de hombres sostuvo fuego de dentro hacia afuera con los aforados que querían desalojarlos del hospital. De esa manera distraían la atención del enemigo cubriendo la retirada a los compañeros.
El doctor Mario Muñoz, comprendiendo que iba a ser prácticamente imposible la retirada de todos sugirió que se vistieran de enfermos los que estaban dentro del centro benéfico y ocuparan camas como si estuvieran recluidos, entendía que esa era la única forma de eludir a sus perseguidores. El doctor Mauricio León, médico interno del hospital Lora le señaló donde estaban los escaparates con la ropa necesaria y ayudó a vestirlos; entre los presuntos enfermos estaba Abel Santamaría.
Con extraordinaria destreza, el doctor Muñoz, Melba y Haydée vendaron en las piernas, en los brazos y en los ojos a sus compañeros y los condujeron a las camas. Muñoz se mantuvo con su bata de médico y las mujeres que no tuvieron tiempo de vestir de otra manera se quedaron con sus slacks en la sala de niños... Ahí ayudaron a las enfermeras a consolar a las criaturas que lloraban asustadas por el tiroteo.
Aproximadamente 45 minutos después entraban los soldados en el hospital. En la primera incursión por todo el edificio no tuvieron el menor éxito. A reserva de la detención de dos o tres jóvenes heridos, los que resistían en la puerta, no hallaron a nadie más. Todos permanecieron en sus camas simulando estar recluidos. Melba y Haydée desde la sala de niños presenciaron cuando los soldados se retiraban. Un acto desgraciado fue cuando un civil grueso de mediana estatura, de pelo negro, espejuelos de aro, vestido con un pantalón oscuro y camisa de cuadros, detuvo a los oficiales que se marchaban y les indicó que buscaran en las camas.
–Jamás olvidaremos ese rostro –dirían ellas luego.
Los militares se volvieron y violentamente comenzaron a levantar a los enfermos de sus camas e investigarlos; pronto descubrieron el ardid.
–¿Conque ojitos malos, no? –dijeron al encontrar a Abel Santamaría con los ojos vendados– pues te los vamos a sacar para que sea verdad.
A culatazos y patadas sacaron del hospital a los que serían los primeros mártires del 26 de Julio. ¡Faltaban las mujeres!... El delator llamó la atención a los soldados de que ellas estaban en la sala de los niños.
–Esas –dijo señalando a Melba y Haydée– no son enfermeras ni madres, esas vinieron con ellos, y también aquel disfrazado de médico –indicando para el doctor Muñoz.
Así detuvieron a los últimos.
Ya Panchito Cano y yo en una segunda y peligrosa incursión habíamos logrado acercarnos mucho más al cuartel Moncada por la parte norte del polígono que limita con la embotelladora Coca-Cola; muy próximo al lugar en los límites del hospital militar se escuchaban ráfagas y se veían hombres uniformados correr de un lado a otro, así como a civiles heridos, que podían andar por sus propios pies escoltados por soldados, entrar en el Hospital Militar.
Cuando iban detenidos del Hospital Saturnino Lora al cuartel Moncada, por la Avenida de las Enfermeras, el doctor Muñoz y las dos mujeres, los custodios dejaron que el médico se adelantara unos veinte pasos y gritando ¡disparen que huyen!... fue muerto Muñoz Monroy. Su caída era solo el comienzo de la tragedia. |