Aparte de lo insustancial y cosmético de su visita oficial reciente a Puerto Rico, la cual duró poco más de cuatro horas, el presidente estadounidense Barack Obama hizo gala de la esencial continuidad de la política imperial hacia nuestra nación antillana.
Reiteró el propósito de su administración para encarar nuestra más que centenaria condición de dependencia colonial: propiciar un proceso de consulta para que “los residentes de Puerto Rico” –lo que excluye los más de cuatro millones de puertorriqueños residentes en Estados Unidos- decidan entre la libre asociación, la independencia, la anexión o la continuación del régimen colonial actual (el mal llamado Estado Libre Asociado). Insertar esta última opción es lo mismo que incluir el problema como solución o la integración a cuenta gotas de la Isla a Estados Unidos, como bien admitió recientemente en privado un reconocido líder del principal soporte político de esta opción, el Partido Popular Democrático (PPD).
Ahora bien, eso no fue todo. Una vez el pueblo de Puerto Rico tome una decisión, Obama se comprometió a iniciar las gestiones ante el Congreso federal para que éste actúe conforme a la voluntad expresada aunque, eso sí, con una condición: debe haber “un claro mandato”, lo que puede interpretarse como un mandato consensuado o una mayoría absoluta en apoyo a la opción favorecida. En las actuales circunstancias imperantes en Puerto Rico, ello equivale a plantear una condición imposible de cumplir. Si hay algo de lo que siempre se ha encargado de garantizar el régimen colonial es de la división de los puertorriqueños. ¡Divide y conquistarás!
La política anunciada por Obama ya había sido adelantada no hace mucho por el más reciente de los comités presidenciales designado por un mandatario estadounidense para estudiar, por enésima vez desde 1898, cómo proceder en torno al permanente reclamo que, desde su invasión y posterior ocupación militar, ha hecho consistentemente el pueblo de Puerto Rico para que se reconozca, más allá de los discursos y proclamas, su pleno y efectivo derecho a la autodeterminación. Y otra vez se nos pretende definir el problema colonial a partir de una alegada incapacidad de los puertorriqueños para decidir qué queremos, como si la invasión y posterior conquista de nuestra tierra, así como el sometimiento colonial del pueblo, hubiese sido por invitación nuestra o como si poner fin a una ilegalidad, como lo es el colonialismo, no impusiese una obligación a la potencia imperial de renunciar, de inmediato y sin más condiciones, a su continuidad.
Sujeto de derecho o botín de guerra
Cuando a raíz de ella, una delegación de la Liga de Patriotas, encabezada por Eugenio María de Hostos, le reclamó al presidente McKinley la celebración de un plebiscito sobre la presencia estadounidense, ya que el pueblo de Puerto Rico no constituye una cosa que pueda ser traspasada de un país a otro sin su consentimiento, el mandatario estadounidense se negó rotundamente. Desde ese momento se nos marcó con el carimbo de “botín de guerra”, para ser dispuesto a conveniencia del naciente imperio estadounidense.
Más recientemente el comité presidencial antecesor al actual, designado por el pasado mandatario George W. Bush, llegó a declarar que precisamente por esa condición nuestra como “botín de guerra”, Wáshington puede aún hoy, en pleno Siglo XXI, cedernos, vendernos o traspasarnos a cualquier otro país sin nuestro consentimiento. No importa que el colonialismo, al igual que la esclavitud, hayan sido proscritos por el Derecho Internacional contemporáneo o que estén en juego los derechos humanos de millones de puertorriqueños.
Cuando en 1917 Estados Unidos decide extender la ciudadanía nacional suya a los nacionales puertorriqueños, lo hizo sin consultar al pueblo acerca de su preferencia. Se le impuso así una ciudadanía estadounidense de segunda clase para que sirviese de muro de contención frente al incipiente sentimiento independentista que se potenciaba entre sectores significativos del país, cansados de la promesa incumplida de los invasores de traernos la libertad que nos había sido negada bajo España. Se aclaró, de paso, que nuestro país seguía siendo tan sólo una posesión territorial, no existiendo la intención de incorporar a Puerto Rico en el futuro como parte de Estados Unidos.
Sin embargo, si bien no se produjo la incorporación territorial, esta ciudadanía menguada produjo con los años una progresiva incorporación de facto de los puertorriqueños al amparo de los derechos constitucionales que se les fueron reconociendo, especialmente a partir del Estado benefactor de Franklyn D. Roosevelt y la “Gran Sociedad” de Lyndon B. Johnson. La ciudadanía complicó más el entuerto colonial. Sirvió de fuente para la subsunción real del pueblo bajo el orden civilizatorio y modo de vida estadounidenses.
El engaño del ELA
Cuando en 1953 Estados Unidos consigue que la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) legitime sus relaciones con Puerto Rico, alegando que habían sido por fin consentidas en un referendo un año antes, engañó a la comunidad internacional. El pueblo nunca tuvo ante sí diversas opciones sino que sólo la legislada por el Congreso federal como única oferta: el Estado Libre Asociado. Otra vez, el objetivo era calmar o, mejor dicho, reprimir la combativa resistencia nacionalista que se potenciaba en la Isla, bajo el liderato de Pedro Albizu Campos.
Nuevamente, no era la voluntad del pueblo de Puerto Rico lo que se deseaba garantizar sino que la estabilidad y permanencia de los intereses estratégicos de Wáshington en la región. Un comando nacionalista, encabezado por Lolita Lebrón, se encargó de denunciarlo a tiros en marzo de 1954 ante el mismo Congreso. Sentenciaba Albizu que cuando el yanqui se niega a escuchar, hay que estar dispuesto a abrirle los oídos a tiros.
De ahí que si bien la diplomacia estadounidense se comprometió públicamente en ese momento ante la ONU a darle paso en el futuro a cualquier reclamo de “mayor independencia” o “la independencia plena”, lo cierto fue que sólo se burló de todo reclamo futuro de cambio en el nuevo estatuto colonial. Así fue, por ejemplo, apenas cuatro años más tarde con el reformista proyecto Fernós-Murray, ignorado por el Congreso federal.
Más escandaloso aún fue la atención que le brindaron al plebiscito de 1967, pactado entre el entonces gobernador Luis Muñoz Marín y el presidente John F. Kennedy en su visita de 1961 a nuestro país. Si bien dicha consulta contó con una significativa abstención independentista, los resultados finalmente le dieron la victoria al “Estado Libre Asociado” sobre la anexión en una proporción aproximadamente de seis a cuatro.
Posteriormente, se constituyó una comisión bilateral que produjo un proyecto de reformas al statu quo que se conoció como “Pacto de Unión Permanente” con Estados Unidos. Cuando dicho proyecto llega a finales de 1976 al escritorio presidencial, Gerald Ford se encuentra de carambola en éste producto de la renuncia del presidente Richard M. Nixon por el escándalo de Watergate. Ford, famoso por sus torpezas físicas y mentales, decidió engavetar la petición de reformas autonomistas para proceder a redactar y radicar en su lugar, ante el Congreso federal, un proyecto de anexión de Puerto Rico a Estados Unidos. Nada le importó la voluntad del pueblo de Puerto Rico.
Entretanto, en 1978 el Comité Especial de Descolonización de la ONU, mediante resolución ratificada abrumadoramente por la Asamblea General, excluyó la anexión como opción descolonizadora en el caso de Puerto Rico. Con ello avaló, para todos los efectos, lo postulado por Albizu Campos en el sentido de que la anexión sólo constituye la culminación del coloniaje. Es insistir disparatadamente en que el agravamiento del problema de subordinación y dependencia colonial, mediante la total absorción al imperio, pueda constituir una solución descolonizadora.
¿Un proceso de mutuadeterminación?
Luego, entre 1989 y comienzos de 1991, convocados por el presidente George Bush, padre, tanto el Senado como la Cámara de Representantes de Estados Unidos se enfrascaron en lo que se reconoce que ha sido el más serio intento que se ha emprendido hasta ahora, desde Wáshington, para promover un proceso de libre determinación en Puerto Rico. Lo que le distinguió fue su objetivo de definir a priori el contenido específico de las opciones que le serían presentadas al electorado puertorriqueño en un plebiscito y establecer a partir de éstas un compromiso concreto del Congreso federal de acatar e implantar el resultado.
En ese sentido, el Congreso entendió que en las presentes circunstancias, el proceso debe ser uno de “mutua determinación”: para que el pueblo de Puerto Rico pueda decidir entre las opciones, Estados Unidos tiene que manifestarse sobre las condiciones bajo las cuales podría garantizar cada una de éstas. Por ejemplo: ¿está dispuesto a aceptar reformar al llamado Estado Libre Asociado en la dirección propuesta por el PPD? ¿Está dispuesto a admitir a Puerto Rico como un Estado hispano, es decir, culturalmente diferenciado y bajo condiciones económicas preferenciales a las aplicadas a los demás estados, como pregona el anexionista Partido Nuevo Progresista (PNP)?
El novel proceso de consulta y negociación, como se le conoció, se frustró sobre todo ante la falta de voluntad en el Congreso, particularmente entre los pertenecientes al Partido Republicano, para apoyar un proceso de libre determinación que pudiese comprometer a Estados Unidos a admitir como estado una nación caribeña y latinoamericana, con un militante e influyente, aunque minoritario, movimiento independentista. Otra razón fue la percepción fundada –entre los círculos de poder en Wáshington– de que la fuerza actual del movimiento estadista se debe a motivaciones mayormente de oportunismo económico, en vez de un deseo genuino por ser parte de y asimilarse a “la gran nación” del Norte.
En ese momento, el principal líder anexionista, el exgobernador Luis A. Ferré, afiliado distinguido del Partido Republicano, confesó públicamente que una de las grandes lecciones de dicho proceso era el rechazo del que era objeto la opción anexionista en el Congreso federal. En cambio admitió que la independencia surgía como la opción que contaba con más simpatías en ese foro legislativo estadounidense.
Ante la incapacidad del Congreso para decidir qué está dispuesto a aceptar, de manifestar formal y públicamente sin tapujos su rechazo a la opción anexionista o su preferencia por la alternativa de la independencia, en los próximos años se celebraron dos plebiscitos criollos, sin aval federal, bajo sucesivos gobiernos coloniales controlados por el anexionista PNP. Aún así el anexionismo no logró imponerse. Los resultados de las consultas reflejaron mayormente un rechazo a su organización amañada, resultando en un fiasco que en nada adelantó el interés general del pueblo puertorriqueño por salir del déficit de soberanía bajo el estatuto actual.
De ahí que se logró ir forjando un consenso entre los independentistas y autonomistas para descartar el mecanismo plebiscitario a favor de la convocatoria unilateral de los puertorriqueños a una Asamblea Constituyente o Constitucional como única forma de romper el tranque político entre los puertorriqueños y negociar, soberanamente, con Wáshington.
Wáshington debe traspasar los poderes
Por eso cuando Obama balbucea su seudo-compromiso con la descolonización de Puerto Rico, no puedo sino concluir que estamos ante un ignorante o un farsante. El tranque no está en la falta de decisión y voluntad del pueblo de Puerto Rico sino en la falta de decisión y voluntad del gobierno de Wáshington que históricamente se ha burlado del derecho inalienable del pueblo de Puerto Rico a su autodeterminación. Quien lo entendió mejor que nadie fue otro político afronorteamericano, el congresista Ronald V. Dellums (Demócrata por California), quien allá para la década de los setentas del pasado siglo radicó un proyecto en la Cámara de Representantes para facilitar, de manera efectiva, el desarrollo de un proceso de descolonización para Puerto Rico.
Para Dellums era sencillo: Quien quiera de verdad que Puerto Rico determine libremente su futuro tiene que crear las condiciones mínimas para que dicha voluntad se pueda expresar, sin las dependencias, las presiones o los miedos provenientes de una condición colonial bajo la cual se ha conculcado y reprimido de facto el ejercicio real de ese derecho. Entendió Dellums que no hay otra alternativa mejor para ello que el Congreso federal renuncie ipso facto a sus poderes plenarios sobre Puerto Rico y le transfiera a éste todos los poderes soberanos para que finalmente pueda organizar su propio proceso decisional a partir de su propio poder constituyente. Asimismo, a partir de ello instituir aquellos mecanismos para negociar de soberano a soberano con Wáshington, en igualdad de condiciones, sobre las futuras relaciones entre ambas naciones.
La experiencia histórica habla sobradamente. Un pueblo dependiente colonialmente se empantana en la producción de resultados dependientes y coloniales. Sólo un pueblo soberano puede decidir libremente. Que Obama no lo quiera entender, es una cosa. Ahora, que hayan independentistas, sin embargo, que lo pretendan ignorar y se presten para la nueva farsa promovida por Wáshington o sus achichincles locales, es muy otra. Sobre todo si ello responde a la búsqueda desesperada de protagonismos para revivir una organización electoral casi moribunda debido a su menguado poder de convocatoria y a costa de la legitimidad moral y efectividad política de todo un movimiento patriótico que hace tiempo desborda las limitadas miras políticas y organizativas de ese partido.
En vez de darle la espalda a los aprendizajes políticos forzosos de más de un siglo e inscribirnos en la engañosa agenda descolonizadora de Obama y Fortuño, bien haríamos en entender que en las presentes circunstancias no es otro plebiscito cosmético lo que necesita el país, preso del acostumbrado fetichismo del “status”. Lo que apremia es la construcción de un nuevo proyecto de país y la suma de fuerzas en torno a éste para encarar, soberanamente, desde cada rincón y actividad en esta Patria nuestra, la refundación de nuestro modo de vida, desde perspectivas realmente democráticas e incluyentes. Y ello se hace no desde ejercicios inconsecuentes por medio de las urnas sino que desde las calles y comunidades, los centros de trabajo, las escuelas y universidades. Para las consultas habrá su debido momento una vez se haya articulado soberanamente, desde sí misma, la voluntad plural de nuestro pueblo.
Y es que sólo un pueblo soberanamente apoderado puede decidir y, lo que es más importante, hacer lo que realmente quiere. Lo demás es la misma politiquería yerma de siempre.
* El autor es catedrático de Derecho en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, de Mayagüez. Es, además, miembro de la Junta Directiva y colaborador permanente de Claridad. |