Cuenta una Isla su historia envuelta en olas de fuego, todo el camino que le da su memoria va cubierto de un velo de miedo.1
La literatura sobre las izquierdas en América Latina generalmente omite el caso de Puerto Rico. Esta insolidaria ignorancia excluye de nuestra América a ese pueblo y nación, cediendo su territorio a una potencia colonial. Sin embargo, la experiencia puertorriqueña, aparte de ser relevante en sí misma, también lo es para comprender otros importantes aspectos de la cuestión latinoamericana, como la dialéctica entre lo nacional y lo clasista, las opciones de la liberación nacional, así como el papel que la alienación colonial y neocolonial cumple al conformar actitudes de sometimiento y subordinación en nuestras sociedades.
Ahora suele mencionarse más a Puerto Rico, tras la catástrofe de los dos grandes huracanes ‑‑Irma y María‑‑ que abatieron ese país en 2017 y, en particular, por el desgano con que el gobierno de Donald Trump demoró en atender esa tragedia. No obstante, suele pasarse por alto la larguísima crisis económica puertorriqueña, y sus consecuencias sociales, demográficas, morales y políticas, que habían venido acumulándose por más de 12 años ‑‑desde antes de la debacle global que Wall Street inició en 2008‑‑. Fue esa larga crisis lo que hizo de Puerto Rico un país y una sociedad tan frágiles como estos ciclones lo revelaron, puesto que a más crisis previa, mayor vulnerabilidad y peores tragedias ante cualquier tipo de eventualidades.
A semejanza de los demás países latinoamericanos, en Puerto Rico las izquierdas han evolucionado como un conjunto de movimientos constituidos por corrientes políticas e ideológicas que exploran caminos distintos no solo por discrepancia de sus concepciones estratégicas, sino también por elegir diversos referentes o inspiradores en ultramar, o diferencias entre sus liderazgos locales. Pero, en este caso nacional, lo que más largamente distinguió a las izquierdas puertorriqueñas de sus análogas del Continente han sido sus enfoques sobre el problema colonial. Mientras en la mayoría de las repúblicas latinoamericanas ello se zanjó ‑‑de mejor o peor manera‑‑ antes de que sus posibles opciones de revolución social entraran a discutirse. Y donde eso no se resolvió en el siglo XIX, ambas cuestiones se entrecruzaron en el siglo XX y en lo que sigue por venir.
Disyuntivas de la independencia
Como sabemos, las luchas por la autodeterminación, independencia y soberanía implican la cuestión de quiénes serán los actores ‑‑el sujeto social‑‑ y los procedimientos necesarios para conquistarlas. Así como el propósito de impulsar el desarrollo social y políticamente más avanzado, que igualmente demanda encontrar y/o formar sus propios sujetos y estrategia, que no necesariamente son los mismos. En Puerto Rico, nación permanentemente sometida a regímenes coloniales ‑‑el español y enseguida el estadunidense‑‑, las izquierdas evolucionaron bajo la exigencia de combinar, de uno u otro modo, la lucha por reivindicaciones anticoloniales con los reclamos para moverse en busca de justicia, equidad y solidaridad sociales para su pueblo.
Tras la euforia proestadunidense suscitada en 1898, cuando en la Guerra Hispanoamericana las tropas norteamericanas expulsaron a las autoridades españolas, enseguida vino la decepción. Ignorando las aspiraciones del pueblo puertorriqueño a la independencia, los nuevos mandos extranjeros ‑‑allí como en Filipinas y demás territorios conquistados en el Pacífico‑‑, decidieron quedarse con el país. Y por añadidura les negaron a los nativos tanto la posibilidad de adoptar sus propias normas sobre como elegir sus autoridades y darse ciudadanía propia.
El gobierno yanqui se centró en implantar sus leyes, su idioma y costumbres, y particularmente en poner al territorio a disposición del capital norteamericano interesado en desarrollar a gran escala la industria del azúcar de caña. Al cañaveralizar masivamente casi toda la superficie agrícola (solo quedaron bosques en un 12 por ciento del territorio de la Isla2), los estadunidenses pusieron en vilo las fuentes tradicionales de riqueza de la élite local y la subsistencia alimentaria del resto de la población, lo que avivó un resentimiento nacionalista liderado por esa élite.
A su vez, posesionándose para conservar sus privilegios y, por lo tanto, también para mantener a raya al independentismo popular, la oligarquía local ‑‑hasta entonces funcional mentora de los partidos anexionista y autonomista de la política colonial española‑‑ asumió ante las autoridades norteamericanas un comportamiento bífido. Combinó algunos reclamos específicos sobre la propiedad y explotación de la tierra, con las manifestaciones de sumisión que creyó más oportunas para acreditarse como los más serviciales administradores del nuevo poder imperial.
La industrialización azucarera incrementó la masa de peones rurales y trabajadores de los ingenios. En las condiciones del nuevo género de dominación colonial, la iniciativa de organizar esa masa laboral se vinculó al sindicalismo norteamericano y, por esa vía, a la influencia que en ese entonces aún mantenía el Partido Obrero Socialista de Estados Unidos. En ese marco tomaron forma las concepciones y el lenguaje clasistas, junto a las reivindicaciones de la izquierda obrera norteamericana de esa época, asimilando a los trabajadores boricuas al movimiento obrero y socialista estadunidense, ajeno a los reclamos nacionales puertorriqueños.3
Al desnacionalizarse así el movimiento obrero, los ideales de la independencia y del socialismo tomaron caminos separados. Con esto las reivindicaciones patrióticas pudieron verse estigmatizadas como señuelos de la oligarquía puertorriqueña, lo que le sustraía al independentismo su base clasista, y le restaba al movimiento obrero su naturaleza patriótica. Fractura que contribuiría a enajenar ambas corrientes, sustrayéndoles la posibilidad de fusionarse en un movimiento de liberación nacional.
Esos reclamos borinqueños no eran menores, ni carecían de fuerza y madurez. Hacía más de un siglo, en noviembre de 1913, la Asamblea extraordinaria del Partido Unión de Puerto Rico4, generalmente conocido como el Partido Unionista ‑‑entonces el mayor de la Isla‑‑, repudió la Ley Orgánica o carta constitucional impuesta por las autoridades norteamericanas y adoptó, como primer artículo de su programa, la denuncia que dice:
1. . El pueblo de Puerto Rico se encuentra sometido a un régimen de gobierno decretado por el Congreso de Estados Unidos, a consecuencia de un tratado internacional y por la fuerza de una ley, donde el pueblo de Puerto Rico fue injustamente privado de toda intervención, en cuestiones que atañen a su vida, a su dignidad y a su libertad. Tal régimen, que impone al pueblo de Puerto Rico legisladores nombrados por el Presidente de los Estados Unidos, pone en manos de personas extrañas al país todos los departamentos ejecutivos, que excluye a los insulares del manejo de los fondos públicos y que atribuye a los dominadores un poder omnímodo en todas las ramas de la administración y el honor del pueblo puertorriqueño. La Unión de Puerto Rico consigna su más alta y vigorosa protesta contra el sistema imperante, y enérgicamente demanda remedio y justicia al pueblo de los Estados Unidos, para emanciparnos de una oligarquía que en su nombre se ejerce y que su espíritu rechaza.5
Sin embargo, el segundo y tercer artículos del mismo programa se debatieron entre el ideal independentista, tenido por todos los asambleístas como la finalidad de ese partido, y una fórmula transitoria de autonomía, entendida como self government, que muchos de los asambleístas hallaban aceptable para luchar por algunos objetivos parciales hasta tanto las autoridades estadunidenses aceptasen dialogar sobre la independencia de la Isla6. Pero la sombra de esa disyuntiva se proyectaría hasta los partidos políticos puertorriqueños de finales del siglo XX: luego de 30 años de “americanización” del país, los oportunistas que en 1952 abogaron por el Estado Libre Asociado logaron convertir aquella opción “transitoria” de 1913 en la nueva forma de trasvestir y mantener el régimen colonial.
Decantaciones y depuraciones
El dilema que en aquel entonces extravió al antiguo Partido Socialista anticipó, en nuestras peculiares circunstancias latinoamericanas, la disyuntiva que años más tarde Rosa Luxemburgo le plantearía similarmente a la clase obrera polaca, al llamarla a militar con el movimiento proletario internacional ‑‑el ruso incluido‑‑, en vez de responder a los reclamos patrióticos de su nación, sojuzgada por el ejército zarista, reclamos que, desde el punto de vista europeo Rosa consideró “reaccionarios”. Como, mutatis mutandis, esa cuestión después tampoco sería ajena al browderismo, como versión extrema del frenteamplismo de la Tercera Internacional, que en las condiciones de la Segunda Guerra Mundial llamó a los revolucionarios latinoamericanos a deponer sus reclamos ante los abusos de las oligarquías locales y el intervencionismo norteamericano para, en su lugar, apoyar al esfuerzo antifascista global.7
Pero, como la experiencia no ha dejado de repetirlo, hacer optar entre las aspiraciones patrióticas y las revolucionarias, en vez de darles un desarrollo común, a la postre lleva a cederle las reivindicaciones nacionales a la derecha en beneficio del interés oligárquico y neocolonial, no del interés popular.
Al cabo, las sociedades nacionales son las estructuras concretas donde la lucha de clases y la historia se concentran y materializan. En el caso puertorriqueño, cuando unos años después las grandes centrales obreras norteamericanas abandonaron su orientación socialista, el sindicalismo boricua quedó uncido a la burocracia sindical estadunidense, con lo cual perdió esa proyección cuando ya había extraviado la identificación patriótica con su propio país.
Solo más tarde surgiría el Partido Nacionalista de Puerto Rico (PNPR) que, a partir de los años 30, con el vehemente liderazgo de Pedro Albizu Campos, reagrupó a quienes privilegiaban la cuestión nacional ‑‑la lucha por la independencia, la autodeterminación y soberanía‑‑ como el campo social donde correspondía desarrollar las demás reivindicaciones populares. Albizu, patriota católico expresivo de la clase media, impulsó un abarcador movimiento independentista con sentido antimperialista ‑‑aunque no socialista‑‑, que proponía una república liberal de propietarios criollos, orientada a la solidaridad patriótica propia de un desarrollo capitalista equilibrado, guiada por un Estado interventor.
Ese nacionalismo popular pronto enardeció a la Isla como expresión política mayoritaria y, asimismo, amplió simpatías entre las capas medias y la intelectualidad, a la vez que con significativas personalidades políticas del Caribe hispanohablante y América Latina. Pero su rápida expansión alarmó a las élites anexionistas y autonomistas, y a las autoridades estadunidenses, que no demoraron en desencadenar una áspera represión que persiguió y encarceló a la mayor parte de la dirigencia nacionalista para desarticular su movimiento.
A su vez, desde los años 30 la izquierda y el progresismo boricuas originaron dos vertientes políticas. El ala independentista más moderada, encabezada por Luis Muñoz Marín, formó el Partido Popular Democrático (PPD), orientado a buscar paso a paso un incremento gradual de la soberanía nacional. Contra el latifundismo azucarero predicó la reforma agraria y la industrialización, y en los años de Franklin D. Roosevelt respaldó las políticas norteamericanas del New Deal.8
Y poco más tarde se fundó un pequeño Partido Comunista (PC) que proponía luchar por la independencia y la revolución social, entendida según la óptica radical que en aquel momento sostenía la III Internacional. Visión que, sin embargo, ante la ofensiva del nazi‑fascismo en Europa, en los años 40 esa Internacional remplazó por una estrategia frenteamplista de alianzas antifascistas con los diversos sectores democráticos. Con lo cual en Puerto Rico no pocos cuadros del PC migraron al PPD, con la esperanza de que un diálogo con Washington permitiría alcanzar por ese medio un proceso de independencia para la Isla.9
No obstante, recién pasada la Segunda Guerra Mundial las condiciones y perspectivas tomaron otro giro. Desaparecidos Roosevelt, el New Deal y su política regional de Buena Vecindad, con el viraje norteamericano hacia el hegemonismo, la Guerra Fría y el macartismo, en Puerto Rico los términos de la dominación colonial estadunidense volvieron a endurecerse. Con el ascenso del belicismo, el valor estratégico atribuido a la ubicación geográfica de la Isla retomó características más intolerantes.
Anticipándose a un previsible endurecimiento represivo del autoritarismo norteamericano, la cúpula dominante del PPD prefirió abandonar su anterior retórica independentista y saltar al autonomismo, alegando que este sería más provechoso para procurarle prosperidad material al país, en remplazo de sus pasados ideales patrióticos. A su vez, como parte de un nuevo arreglo político, en 1948 el gobierno de Washington aceptaría que el gobernador de Puerto Rico pudiera ser un nativo electo por votación directa de los ciudadanos residentes en la Isla, si el candidato provenía de ese partido.
Eso implicó cerrarle esa opción a cualquier otra fuerza representativa. Mediante la represiva Ley 600, en julio de 1950 se le eliminó toda posibilidad de participación política legal al Partido Nacionalista, y en octubre este protagonizó en varias ciudades puertorriqueñas un heroico intento insurreccional, que fue brutalmente reprimido. Lo que de inmediato fue pretexto para que el régimen colonial desplegase una ola represiva que asimismo barrió de las calles tanto a los dirigentes del Partido Comunista como a la mayor parte del liderazgo independentista.
En rechazo al oportunismo neocolonial de Muñoz Marín, el sector del PPD que permaneció leal a sus propósitos originarios rompió con la estructura muñocista y constituyó el Partido Independentista Puertorriqueño (PIP). Este asumió un proyecto de desarrollo protegido de la economía nacional, contrario a someter al país al interés de las corporaciones estadunidenses. En sus inicios, abanderó la intención de fundar una república democrática, con una visión más cercana a la tradición liberal puertorriqueña que a las ideas socialistas, estigmatizadas y perseguidas por el régimen imperial. Pero desde 1970, con el liderazgo de Rubén Berríos, se identificó con la socialdemocracia, con los métodos de lucha de la desobediencia civil y la necesidad de fundir en un mismo proyecto al nacionalismo y el socialismo.
A la sombra de la Guerra Fría
Tras aquellas recolocaciones políticas, el progreso material y la independencia nacional pasaron a ser presentadas por el oficialismo como opciones contrapuestas. El régimen difundió abrumadoramente el supuesto dilema según la cual toda posible forma de independencia del país condenaría a los puertorriqueños a relegarse en el atraso y subdesarrollo.
Antes de la crisis que Puerto Rico hoy padece desde los años 90, la gestión colonialista cultivó masivamente el argumento de subvaloración según el cual “si no fuera por los americanos nos moriríamos de hambre”, y la cantinela racista de que “si fuéramos independientes estaríamos como en Santo Domingo”, estribillos hoy silenciados, luego de que hace una década las cifras económicas y migratorias puertorriqueñas son peores que las dominicanas. Lo que destaca que el colonialismo no solo genera alienación, sino que necesita impregnarla en la población para asentarse como colonialismo aceptado, ya sea por resignación o por seducción. Lo cual exige erosionar la autoestima del pueblo colonizado, y poner en duda ‑‑y hasta negar‑‑ su capacidad de autogobernarse de modo honesto y eficiente10. Sobre un ejemplo concreto volveremos más adelante.
En las condiciones entronizadas por la Guerra Fría y el paroxismo contrarrevolucionario desatado, todas las expresiones locales y latinoamericanas a favor del derecho del pueblo puertorriqueño a su soberanía pasaron a ser presentadas como producto de las maquinaciones soviéticas contra Estados Unidos. El anticomunismo se convirtió en instrumento para amedrentar y desmovilizar no solo a los diferentes sectores cívicos, culturales y políticos de la Isla, sino también para desacreditar las simpatías que desde tiempos de Simón Bolívar y José Martí la independencia de Puerto Rico despertaba en Hispanoamérica.
Aun así, los ideales antifascistas y democráticos movilizados por la guerra mundial, en los años 50 y 60 también alentarían al anticolonialismo y otras importantes causas sociales en la mayor parte del mundo. En la ONU, el auge del movimiento anticolonial no solo respaldó el proceso descolonizador, sino que impuso a las potencias coloniales la obligación de informar anualmente sobre su avance. Para soslayar reconocerse como tal y evadir el deber de informar del progreso de sus acciones para implementar la independencia de la Isla, en 1952 el gobierno norteamericano apeló al recurso de declarar a Puerto Rico “Estado Libre Asociado” (ELA), ficción gatopardista a la que sirvió ideológica y políticamente el entonces recién electo gobernador local, Luis Muñoz Marín.11
La proclamación del ELA, sin embargo, no cambió el carácter colonial de la relación de la Isla con la metrópoli, sino la forma de ejercerla. La elección del gobernador y de un parlamento para atender asuntos de la administración local no equiparan a Puerto Rico con los estados que sí integran la Unión, ni hacen de la Isla un estado semiindependiente o en camino de serlo. En su lugar, el estatus de Puerto Rico está determinado por la llamada “cláusula territorial” de la Constitución norteamericana, según la cual la Isla es uno de los 14 “territorios no incorporados” que “pertenecen a” Estados Unidos pero “no son parte de” de ese país.12
En esas circunstancias, no extraña que poco después, en los años 60 en Borinquen surgiese un movimiento independentista animado por una amplia participación estudiantil, a tono con el espíritu renovador que caracterizó a esa década, nutrida por los movimientos afroasiáticos de liberación, la Revolución Cubana y las grandes manifestaciones populares norteamericanas por los derechos civiles y contra la guerra en Vietnam ‑‑a la cual miles de puertorriqueños eran enviados por el servicio militar estadunidense‑‑, y tanto en Europa como en América por las revoluciones del 68. En la Isla, todo ello contribuyó a vincular de nueva cuenta al independentismo con una renovada visión democrática del socialismo.
Luego, en 1971 surgiría el Partido Socialista Puertorriqueño (PSP), liderado por Juan Mari Bras. Con cuadros provenientes del antiguo Partido Comunista que asumían un perfil más pluralista, el PSP se diferenció de otros grupos más radicales invocando el ejemplo de la Unidad Popular chilena y escogiendo la política democrática como modo de influir en la evolución del país. Mientras el PIP proponía una alternativa de progreso social compatible con el capitalismo, identificando como su sujeto político al pueblo en general, el PSP mantuvo una concepción basada en el protagonismo del proletariado y en la Revolución cubana como su propósito ideal.
No obstante, en los siguientes años esas organizaciones no lograron superar los efetos de la intensa campaña de “americanización” instrumentada por el régimen colonial. El asistencialismo entronizado por el Estado Libre Asociado y su modelo “modernizador”, pese a marchar al fracaso en el plano económico, en el campo de la cultura política consiguió mantener a los sectores populares alejados del proyecto de liberación nacional, enajenándolos como clientelas electorales de las opciones propias del sistema colonial: el autonomismo o el anexionismo.
Además de socavar la confianza del pueblo boricua en sí mismo, y negar su capacidad intelectual y moral para gestionar una república viable, la crisis del modelo colonial no movió a la mayoría social hacia los ideales y azares del independentismo ni la revolución, sino que la redujo al conformismo de solicitar para la Isla algunas de las ventajas legales y económicas exclusivas ‑‑y excluyentes‑‑ de los Estados que sí son parte de la Unión Americana. Desvío por el cual, en su época, un pasado Partido Socialista ya se había extraviado.
Al efecto, cabe recordar que la existencia misma del grueso de la clase trabajadora puertorriqueña dependía de la permanencia de las empresas norteamericanas en el país. La esperanza de disfrutar beneficios de la ciudadanía estadunidense ‑‑y de los correspondientes subsidios federales‑‑, contrarrestó la posibilidad de traducir la crisis económica y sus efectos sociales en nuevos desarrollos de la moral y la conciencia patrióticas. A la propuesta independentista se le achacó implicar una doble amenaza: para la prosperidad económica de la Isla y para la seguridad del régimen colonial. Con lo cual la paranoia anticomunista de los funcionarios norteamericanos de la Guerra Fría se complementó con la cultura reaccionaria de la oligarquía local, para justificar represión sistemática contra las ideas y las organizaciones independentistas y de izquierda. Lo que así remató en la disolución del PSP y el arrinconamiento del PIP, que debió luchar más por conservar a sus electores que por incrementar su votación.
En las circunstancias de la decadencia del sistema colonial, el PIP permaneció activo en el campo político‑cultural, sosteniendo el debate sobre la realidad y las alternativas del país. Su defensa de la ética política y el éxito de sus luchas por el retiro de las bases militares de la Armada estadunidense ampliaron su influencia moral y cívica13. Estas luchas costaron el encarcelamiento de sus dirigentes, pero pudieron despertar significativas movilizaciones de la sociedad puertorriqueña ‑‑secundadas por los sindicatos, universidades e iglesias, y por los borinqueños emigrados a Estados Unidos‑‑, otorgándole al PIP una relevancia nacional bastante mayor que la de su peso electoral.
De la Promesa a la Junta
Sin embargo, para entender la tragedia, las decepciones, luchas y alternativas del siglo XXI puertorriqueño, el tema insoslayable es el de las causas y las consecuencias de la crisis económica y financiera que ‑‑desde antes del crash global que Wall Street desencadenó en 2008‑‑ azota a Puerto Rico y volvió a colocar a la Isla en los encabezados de la prensa internacional. Comprenderlo supone discernir dos fases: la del remate de la situación acumulada a lo largo de los diez años anteriores a los grandes huracanes de 2017, y la desatada tras estos meteoros.
La suma de ambas fases arroja un doble vacío: por una parte, los mitos coloniales sobre las presumidas bondades del ELA (y la supuesta disposición estadunidense de auxiliar a los isleños) se derrumbaron. Volver a lo anterior no es deseable, como tampoco es posible. Y, además, el desastre de la situación creada y la incertidumbre de que lo podrá sobrevenir arrojan dificultades adicionales que difieren la oportunidad de debatir nuevas opciones confiables. El apremio de atender la supervivencia resta ocasión y energías para ocuparse del porvenir.
Así, antes del impacto de los ciclones de 2017 ya el régimen colonial se había anticipado a crear condiciones que obstruyen cualquier proyecto de reconstrucción del país. En junio de 2016 ‑‑a más de un año de Irma y María‑‑, bajo el gobierno de Barak Obama la crisis fiscal puertorriqueña llegó al extremo de promulgar la llamada Ley Promesa14, que instauró la antidemocrática Junta de Supervisión y Administración Financiera. Creada en el Congreso de Washington DC, a esta Junta ‑‑la Junta‑‑ se la facultó para “balancear” ‑‑censurar y enmendar‑‑ al presupuesto de Puerto Rico, imponiendo medidas de austeridad (reducir servicios sociales, eliminar derechos laborales, recortar las pensiones de los jubilados, privatizar recursos energéticos, vender bienes públicos), con el fin de “reordenar” la administración de la economía y reestructurar la enorme deuda, con el objetivo de pagarla enseguida, para que la Isla regrese a los mercados de valores y pueda volver a endeudarse.
El Congreso estableció que los integrantes de la Junta sean nombrados por la Casa Blanca entre quienes el mismo Congreso proponga15, con el fin de asegurar el pago de la deuda a los bonistas de Wall Street, aplicando los recortes que hagan falta. Al efecto, la Junta tiene el poder de aprobar o improbar el presupuesto, emitir leyes y disponer inversiones en infraestructura, desconociendo los órganos y autoridades electos y a la opinión pública borinqueña. Esto incluye acciones tan específicas como suspender el pago del bono de navidad a los empleados públicos, y derogar conquistas sociales como la que ilegalizaba los despidos injustificados.
En realidad, la Junta encarna la intervención directa de Washington en la decisión de las actuaciones del gobierno puertorriqueño y suprime su supuesta autonomía16. Con ello, invalida la estructura gubernamental del Estado Libre Asociado y esfuma la escasa autonomía política y fiscal presuntamente concedida a la Isla por el estatuto del ELA en 1952. Esto es, la Junta, instituida antes de los huracanes para asegurar que Puerto Rico pague la deuda ‑‑no para superar la crisis‑‑, reconfirma su propósito, y su condición de autoridad superior impuesta a la del gobierno local, que antes bien debía centrarse en reconstruir al país.
En consecuencia, rechazar la Junta pasaría a ser la primera prioridad del pueblo borinqueño, de sus independentistas, de sus demócratas y de todos los interesados en reconstruir la nación, devastada por los incompetentes y corruptos operadores del sistema colonial, antes que por los huracanes. Lo que conlleva arrancar la cáscara de pretextos, simulaciones y retórica que por tantos años han servido para realimentar la ficción ‑‑esto es, la alienación‑‑ que encubre la realidad colonial.
Por el esplendor de la vitrina
En los 10 años previos a Irma y María, la expansión de la crisis económica ya había desgastado al Estado Libre Asociado como modelo político, y desacreditado el bipartidismo propio del sistema. Aunque ese bipartidismo repetidas veces favoreció al partido anexionista (PNP) en detrimento del autonomista (PPD), esto a la par fue haciendo más ostensible el rechazo de Estados Unidos a admitir a Puerto Rico como posible parte de la Unión americana. Como también evidenció la depreciación de la Isla, que hace mucho le reporta más costos que beneficios a la potencia colonial.
Para el imperio norteamericano, el valor de la Isla y la utilidad de poseerla ha oscilado por diferentes motivos, ninguno vinculado a la opinión ni al querer de los borinqueños. Desde el inicio de la Guerra Fría, para Estados Unidos poseer a Puerto Rico recicló el antiguo valor estratégico de la Isla como “llave” para controlar la Cuenca del Caribe y el acceso atlántico al Canal de Panamá. Devastada la superficie agrícola de Borinquen por la cañaveralización, otro 13 por ciento de su territorio pasó a ser ocupado por bases militares, mayormente de la Armada. Aparte de que la hegemonía norteamericana implantó un modelo de economía y de urbanización que arrasó los usos del suelo que antes sostuvieron al país, la explotación militar de la ubicación geográfica de la Isla justificó asignarle a eso los recursos que esto le costase al gobierno de Washington.
Al propio tiempo, el régimen colonial se afanó en hacer de Puerto Rico una vitrina dedicada a exhibirle a Latinoamérica ‑‑y en particular a los propios borinqueños‑‑ las seductoras “ventajas” del nuevo modelo colonial. Con ese propósito, las inversiones turísticas, junto a las militares, remplazaron a la economía productiva en el sostenimiento del país.
No obstante, en el curso de los años 80 el desarrollo de la tecnología militar y aeroespacial, así como los cambios del balance y despliegue de fuerzas, y de influencias geopolíticas, en la evolución de la Guerra Fría, provocarían que el valor militar de la Isla tendiera a decaer, al tiempo que aumentaba el malestar puertorriqueño por la excesiva incidencia de las bases militares y otras secuelas del sistema.17
Con todo, la importancia de invertir en el esplendor de la vitrina como medio de fascinación ideológica, prosiguió. Dado que la ocupación estadunidense había vuelto insostenible la economía puertorriqueña, a inicios del siglo XXI el Tesoro Federal ya erogaba más de US$ 6,000 millones anuales en asistencia a los pobladores de la Isla en los rubros de nutrición, vivienda, salud y educación. Según el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, en el año 2012 el 37 por ciento de los puertorriqueños residentes en el archipiélago borinqueño recibió asistencia alimentaria por US$ 2,000 millones. Sin contar con que, a resultas del estatus colonial, los boricuas pueden emigrar libremente a la metrópoli, lo que enmascara y en apariencia mitiga las cifras, tanto de los subsidios federales como del número de las víctimas de la crisis que venía afligiendo a la población.
Del fracaso a la insolvencia y la crisis demográfica
¿Por qué en los últimos lustros la crisis económica se agravó con esa rapidez? Durante los años 50 del siglo pasado el régimen colonial había evolucionado del frenesí azucarero al estilo de urbanización característico de los suburbios estadunidenses, al reorientar la economía puertorriqueña ‑‑mediante varios años de incentivos fiscales‑‑ a prestarle acogida privilegiada a las empresas norteamericanas interesadas en las industrias química y electrónica. Cuando en los años 70 la crisis petrolera mundial hizo fracasar la refinería recién construida en la Isla, Washington agregó incentivos para atraer compañías farmacéuticas.
Con todo, veinte años después Estados Unidos decidió proponer tratados de libre comercio a otros países de la región, como el Nafta con México y el Cafta-RD con los países centroamericanos y la República Dominicana que, con esto, pasaron a ser más atrayentes para invertir en la producción de mercancías destinadas al mercado norteamericano. A lo cual se añadiría que en 2006 concluyó la vigencia de los incentivos para atraer empresas a Puerto Rico, y muchas prefirieron ubicarse en las naciones signatarias de esos tratados, en las cuales rigen legislaciones laborales y políticas más duras para los trabajadores, y salarios menores que en la Isla, donde rigen las normas norteamericanas. Con esto en Borinquen la cesantía iba a crecer un 13 por ciento, más del doble de la que la existe en Estados Unidos.
La decadencia del “milagro” puertorriqueño se tornó más visible, en tanto que la Isla perdió interés para la economía norteamericana, y hasta condiciones para sostener a su población. En cualquier parte del mundo las calamidades económicas constituyen un poderoso motivo de emigración. Por lo mismo ‑‑bajos salarios y desempleo, incertidumbre e inseguridad, deterioro y pérdida de servicios sociales, desamparo y creciente violencia, naufragio de las expectativas‑‑, cada año centenas de miles de centroamericanos y mexicanos buscan irse al Norte, mientras Estados Unidos procura impedir su ingreso mediante los cuerpos policiales de sus propios países de origen y tránsito, y de la “migra” y las fuerzas armadas norteamericanas, y deporta a gran parte de quienes logran entrar.
Entre los puertorriqueños la crisis tiene similares efectos, con la radical diferencia de que ellos viajan con pasaporte estadunidense y las autoridades norteamericanas no tienen otro remedio que dejarlos pasar. Se calcula que entre los años 2006 y 2011 una cuarta parte del PIB puertorriqueño se perdió a consecuencia del éxodo. Con ello, en los años que precedieron a los grandes huracanes de 2017, ya se habían de la Isla ido unos 144,000 habitantes, una caída cercana al 3 por ciento de la población, tras varias décadas de normal crecimiento demográfico. Esto reflejó el hecho de que en esos años ya más del 40 por ciento de la población boricua había caído por debajo de la línea de la pobreza. El 42 por ciento de quienes se iban declaraban marcharse en busca de empleo.
Esta sangría ‑‑que enseguida de los ciclones Irma y María se disparó abruptamente‑‑ incluye tanto a profesionales y técnicos como a trabajadores manuales, envejece la edad promedio de los habitantes del país, reduce la población en edad productiva y agrega otros daños: disminuye la población activa, merma la demanda, retrae la oferta de empleos y el valor de los salarios y, al cabo, hace que más gente se vaya. En 2017, antes de ambos meteoros, en Puerto Rico quedaban 3.7 millones de boricuas y en Estados Unidos ya residían 4.7 millones.
Se calcula que entre 2006 y 2011 una cuarta parte del PIB se perdió por efecto del éxodo. Una consecuencia de todo esto fue la crisis fiscal y presupuestaria que ya en ese entonces amenazaba quebrar al gobierno isleño y hasta la gobernabilidad del país. A la sombra de las facilidades que antaño les daba ser un territorio estadunidense, los gobiernos boricuas se endeudaron más de la cuenta. Y, ante la presión de los acreedores, al no ser un país independiente Puerto Rico carece de los instrumentos con que una república soberana contaría para enfrentar el problema. Como, a la vez, al tampoco ser un estado parte de la Unión, no puede solicitar las ayudas que la legislación estadunidense prevé para las entidades que sí son parte de la federación.
Según el Centro para una Nueva Economía (CNE), entidad independiente puertorriqueña, en 2013 la deuda de la Isla ya alcanzaba los US$ 70,000 millones, unos US$ 19,000 por habitante. Ella representaba el 102% del PIB, proporción que no se correspondía con lo que Puerto Rico produce; es decir, la Isla ya se había vuelto estructuralmente insolvente. Su debacle presupuestaria resultaba de que por más de 20 años Borinquen nunca generó ingresos suficientes para pagar sus gastos de operación ‑‑en parte para representar el papel de “vitrina” del ELA‑‑, por lo cual sus gobernantes siguieron pidiendo préstamos al mercado estadunidense de bonos, hasta llegar al punto donde el país dejó de tener crédito.
Si lo hicieron por irresponsabilidad o corrupción, o presumiendo que al final de cuentas el gobierno estadunidense no dejaría a la Isla caer en la insolvencia y el caos, la historia pronto lo dictaminará. Pero la conducta de Washington DC en ningún caso ha sido la misma ante la debacle de un estado de la Unión que ante la de un “territorio”; sobre todo si de antemano rechaza cualquier posibilidad de que este eventualmente pueda convertirse en estado.
Atrapados sin salida
Como amargo fruto de tamaño endeudamiento, en febrero de 2014 la calificadora Standard and Poor’s degradó la deuda puertorriqueña hasta la categoría de chatarra o “bonos basura”, decisión que días después fue seguida por sus homólogas Fitch y Moody’s. En los tres casos, aduciendo las dificultades del pequeño país para financiar un déficit de US$ 2,200 millones. Con una insuficiencia fiscal que en tres años crecería otros 200 millones más, el gobierno boricua ya estaba al filo de la bancarrota, e impedido de recurrir a nuevos préstamos en términos “normales”, al no tener cómo amortizar a los bonistas una deuda de US$ 73,000, adquirida mayormente en Wall Street.
Según el Banco Gubernamental de Fomento (BGF), cuando el gobierno puertorriqueño intentaba armar su presupuesto del año 2015‑16, había un déficit estructural de US$ 651 millones. Eso, sin considerar que el déficit general de US$ 2,400 millones no consideraba US$ 400 millones que faltaban en cuentas atrasadas de ese banco, ni US$ 500 millones que el gobierno les adeudaba a los contribuyentes por haberles cobrado en exceso.
El presupuesto de ingresos y gastos del Fondo General del Gobierno ascendía entonces a US$ 9,565 millones, calculándose que el siguiente año fiscal iba a estar unos US$ 500 millones por debajo de este monto, lo que obligaría a prever dolorosos recortes18. Sin embargo, no lograba concebir una reforma tributaria aceptable y la única fórmula propuesta era volver a aumentar el Impuesto de Venta y Uso (IVU) a los servicios y bienes de consumo, elevándolo al 16% y extendiéndolo a servicios que antes no tributaban, opción electoralmente funesta que enseguida fue derrotada en el Congreso isleño, donde no obtuvo siquiera el apoyo de todos los legisladores del partido gobernante.
Todo eso generó un repertorio de consecuencias socioeconómicas y humanitarias. Por ejemplo, Borinquen siguió perdiendo seguridad alimentaria y comenzó una crisis de la atención sanitaria. Luego de que desde los años 50 relegó la agricultura, pasó a importar cerca del 87% de los alimentos que consume a diario. Como el periódico El Nuevo Día dijo el 24 septiembre de 2014, el Programa de Ciencias y Tecnologías de Alimentos de la Universidad de Puerto Rico señaló que la deficiencia de la seguridad alimentaria se debe a que “no estamos organizados como país”, y que “si nos cierran los muelles, nos morimos de hambre”.
Esto es secuela de una decisión que el Congreso de Estados Unidos adoptó en 1920, sin consultar a los borinqueños, cuando la Ley Jones sometió al territorio de Puerto Rico a las leyes norteamericanas de cabotaje. Esto obliga a la Isla a usar exclusivamente la marina mercante estadunidense, la más cara del mundo, para la cual Borinquen tiene un interés marginal. Además de los perjuicios que eso le causa a la economía puertorriqueña, en la vida diaria incluso dificulta consumir alimentos frescos.
Las consecuencias sanitarias del sometimiento de la Isla a las ocurrencias de las políticas económicas de Washington DC no son menores. Por ejemplo, desde 2015 (dos años antes de Irma y María) las limitaciones presupuestarias que todo ello origina implicaron disminuir la cantidad de pacientes que los hospitales públicos pueden atender, por la reducción del número y calidad de los proveedores de insumos médicos que pueden pagar. Solo en ese año, más de 3,000 médicos abandonaron el país. Fue preciso restringir las cirugías electivas y diversas áreas suspendieron servicios por el despido de empleados y la sobrecarga de los que quedan para atender a los pacientes.19
En otras palabras, hacía más de 15 años el gobierno de Puerto Rico estaba atrapado sin salida, con las manos atadas por el mismo problema que agobia a las demás instancias vitales de la economía y la sociedad borinqueñas: el dominio colonial que Estados Unidos ejerce sobre la Isla desde 1898. Aunque en 1952 Washington le concedió cierta autonomía al Estado Libre Asociado (ELA), que le concedía una limitada administración interna, ahora el gobierno puertorriqueño no tiene facultades siquiera para declararse en bancarrota.
El 7 de noviembre de 2013 el Washington Post reconoció que la crisis económica puertorriqueña estaba fundamentada en la estructura del estatus político del territorio. “Los problemas económicos y financieros de Puerto Rico son estructurales ‑‑trazables, en última instancia, a su confusa situación política”, la cual no se ha resuelto a pesar “de décadas de tediosas disputas políticas”, lo que pone a ese territorio en “el problema más mundano de asegurar la solvencia [económica]”, con prioridad sobre cualquier otro asunto. El Post descartaba cualquier posibilidad de que el Congreso estadunidense apruebe darle alguna asistencia económica especial a la Isla, advirtiendo que eso no va a ocurrir puesto que esa corporación “es hostil a los rescates […] y no se tiene claro cómo esa solución puede encajar en el marco legal y constitucional único que vincula a Puerto Rico y Estados Unidos”.
Finalmente, el periódico observaba que de 2004 al 2013 la economía boricua ya había decrecido un 16 por ciento, y atribuía la recesión iniciada en la Isla en 2006 (dos años antes de la crisis global que detonó en 2008) a que ese año finalizaron los privilegios fiscales que hasta entonces se les habían otorgado a las corporaciones norteamericanas para que se radicasen en la Isla. Con lo cual el Post concluía que son muchos los villanos culpables de la debacle económica boricua, con la ironía de que Puerto Rico solo logra llamar la atención de Estados Unidos cuando ya está en serios problemas.
Un país discapacitado
Tales comentarios, que el principal diario de Washington DC publicó cuatro años antes de los ciclones de 2017 reflejaban dos virajes que el drama boricua había experimentado durante el período precedente. Uno, que el estatus colonial de la Isla ya no era solo un problema de los puertorriqueños sino un dilema estadunidense. Mientras una parte del establishment aún no sabe cómo resolverlo y prefiere mirar para otro lado, ya hay otra que busca la forma y la coyuntura política más airosas para solucionar el asunto o, más concretamente, para deshacerse del mismo.
El otro, que la cuestión de Puerto Rico ‑‑la de su condición colonial‑‑ al fin se ha desatascado de los dime‑diretes de la Guerra Fría, que por más de medio siglo la tergiversaron y complicaron. Vale recordar que hasta avanzados los años 40 del siglo pasado las andanzas nacionalistas de don Pedro Albizu Campos eran seguidas con simpatía por los pueblos hispanoamericanos, sin que ningún observador lo calificase de prosoviético. Solo después sería que el tema borinqueño, atrapado entre el antimperialismo y la histeria macartysta, fue mixtificado para perseguir a los patriotas, y hasta justificar el perverso encarcelamiento que sepultó en vida a Don Pedro.
Esto es, ya hay quienes pueden percibir el problema conforme a su propia naturaleza, sin esas distorsiones. Y lo primero que salta a la vista es lo más obvio: que los puertorriqueños son un pueblo y una cultura diferentes, y que en su Isla no hay nada que a Estados Unidos le resulte indispensable. Que, antes bien, la posesión de la Isla le impone a Washington subsidiar una situación que cada día cuesta más al Tesoro sin tener sentido para los contribuyentes.
Y que por añadidura activa un imparable surtidor de unos inmigrantes latinos que, para muchos anglosajones, no merecen mejor acogida que los procedentes de más lejanos orígenes tercermundistas. Pero que, a diferencia de los otros, al poco de arribar pueden ejercer derechos ciudadanos y expanden un sector social cuyo peso electoral y político incrementan sin que se los pueda echar como indocumentados.
Sin embargo, por el extremo opuesto la alta tasa de emigración puertorriqueña es uno de los medios que mejor contribuyen a apaciguar los disgustos sociales en la Isla. Poder irse a Estados Unidos constituye una válvula de desahogo, que explica por qué más de 10 años de empeoramiento de las condiciones de vida no han derivado en violencia política. De hecho, antes de los grandes ciclones de 2017 ya más de la mitad de los borinqueños se había ido a Estados Unidos. Pero cuando el impacto de Irma y María destrozó una infraestructura y una institucionalidad ya carcomidas, el abrupto incremento de la emigración pasó a significar un desastre demográfico. De enero a octubre de ese año 193 mil puertorriqueños abandonaron su patria. Tras ambos huracanes, otros 270 mil. Un año después de María, en octubre de 2018 la masa emigrante aún duplicaba la del año anterior: ese mes 85 mil personas dejaron su tierra natal.
Ahora, luego de María, no solo el Post sino gran parte de la prensa estadunidense y hasta el Congreso de Washington, aceptan que en Puerto Rico hay una catástrofe tan grande que es difícil de calificar. Lo admiten luego de la devastación que María dejó en septiembre de 2017, esto es, más de una década después de que la tragedia boricua empezó a ser muy visible.
Aun así, la anterior displicencia de dichos medios y autoridades acerca de una crisis tan largamente incubada no fue inocente. Al culpar a la inusual fortaleza de ambos meteoros, unos y otros escabullen responsabilidades, eludiendo recordar por qué se acumularon tantos años de deterioro de la infraestructura material y de los servicios de atención a la gente, hasta que la otrora vitrina del Caribe se volvió tan endeble. Los ciclones son peligrosos pero no imprevisibles: por allí pasan desde tiempos inmemoriales. Si Irma y María tuvieron esa intensidad ello no excusa la magnitud del caos, ni la complejidad de sus consecuencias; hace una década, Puerto Rico resistía los grandes huracanes mejor que las demás naciones caribeñas y se recuperaba con mayor prontitud. Pero ahora sucedió lo contrario; la Isla se tornó un país discapacitado.
Obviamente, el problema no es meteorológico. Esta vez los huracanes cruzaron Borinquen luego de más de 10 años de crisis económica, peor mantenimiento y evidente deterioro, de lo cual el pueblo puertorriqueño no es responsable. Al contrario, es víctima de la incapacidad y desidia del régimen colonial para prever y atender el problema, y concretar soluciones. La naturaleza da lugar a fenómenos, a veces violentos, pero la fuerza del huracán no causó esta catástrofe, sino que reveló sus causas.
En la misma temporada, tres huracanes mayores golpearon islas y costas del Caribe y el Golfo de México: Harvey, que afectó a Texas en agosto; en septiembre Irma, que además de cruzar Puerto Rico atacó Florida, y María, que tras golpear a Puerto Rico se fue al Atlántico. Texas y Florida recibieron rápido y abundante auxilio federal aun antes del arribo de esas tormentas y hasta completar la restauración. Pero en ambos casos Puerto Rico recibió escasa, tardía y regateada ayuda y, año y medio después, aún padecía daños que a su vez daban lugar a otros problemas sociales y morales.20
Por el Caribe los ciclones soplaban siglos antes del arribo de los primeros humanos; hoy son eventos cuyas trayectorias y magnitudes los servicios meteorológicos anticipan. Pero en Puerto Rico la imprevisión, la precaria organización comunitaria, la crisis fiscal y la falta de mantenimiento, la debilidad moral de las autoridades oficiales, su incapacidad para decidir e ineficacia para actuar, más la insensibilidad colonial que agravó la situación, no vienen de una maldad natural sino política. Vienen de que allí las decisiones más relevantes no se toman en esta nación sino en Washington DC.
La versión más insólita
Nadie sabe con exactitud cuántas víctimas mortales la Isla sufrió desde el impacto de María y durante sus amargas secuelas: falta de agua potable, de alimentos, de energía eléctrica y combustibles, de vivienda habitable, de asistencia sanitaria y medicamentos, y de seguridad policial, además de la destrucción de las comunicaciones terrestres y las telecomunicaciones, el cierre de negocios y el desempleo masivo, que aterran y victimizan tanto como los peores eventos naturales.
Al cesar la tormenta, miles de viviendas y lugares de trabajo habían quedado inútiles, y 60 mil casas habitadas estaban sin techo, precariamente cubiertas con lonas. Más del 80 por ciento de los hogares puertorriqueños seguía sin electricidad en diciembre de 2017, y muchos no pudieron tenerla hasta avanzado 2018 (ejemplo extremo, la isla y municipio de Culebra no fue reconectada al sistema eléctrico del país sino en marzo de 2018). Y en todo el territorio persisten los apagones, y abundan los medios de alumbrado público que en 2019 seguían sin reponer.21
Dos semanas después de María el gobierno de la Isla aún declaraba que el ciclón había causado la muerte de 64 personas. No obstante, un estudio de la Universidad George Washington elevó la cifra a 2,975 fallecidos y, poco más tarde, otro de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard calculó 4,645 víctimas fatales, tras lo cual el gobierno local subió su estimación a 1,427.22
La investigación de Harvard constituyó de hecho una radiografía del país: en una sociedad tan desigual y disfuncional como la puertorriqueña, al momento de ocurrir ambos huracanes el 44 por ciento de la población de la Isla vivía en la pobreza ‑‑en contraste con un promedio nacional de 12 por ciento en Estados Unidos‑‑ y la mayor proporción de muertes y damnificados tuvo lugar precisamente en las zonas de mayor pobreza.
Además, la mayor parte de los fallecimientos ocurrió pasados los meteoros, y por causas muy precisas: incapacidad del sistema de atención pública, fragilidad y desabastecimiento de sus clínicas y hospitales, así como complicaciones médicas derivadas de la falta de electricidad y de los apagones, sobre todo entre los pacientes necesitados de cirugías o dependientes de equipos de diálisis y de respiradores artificiales. Aunque en algunos sitios se contaba con generadores eléctricos, no alcanzaba el combustible.
No obstante, la versión más insólita fue la sostenida por el presidente Donald Trump cuando dos semanas después él finalmente visitó la Isla, donde afirmó que, por su bajo número de víctimas ‑‑según él, entre 6 y 18 fallecidos‑‑, María no fue “una catástrofe real”, como la que un año antes el ciclón Katrina había causado en Nueva Orleans.
Dado que ese mismo día el presidente se marchó sin anunciar algún apoyo a los damnificados, algunos medios de prensa criticaron su insensibilidad y desgano. En respuesta, él descargó toda la responsabilidad en los propios puertorriqueños y sus autoridades electas. Adujo que ya se les había concedido demasiada ayuda que ellos no habían utilizado debidamente, pretexto en el que él continuaría insistiendo. Sintomáticamente, año y medio después, ante los reclamos de que todavía urgen recursos para reconstruir al país, volvió a culpar a los “incompetentes y corruptos” políticos de Puerto Rico, acusándolos de que solo saben quejarse y malgastar los fondos asignados, sin que el gobierno de la Isla haga nada bien, motivo por lo cual “el lugar es un caos [donde] nada funciona”.23
No pongo en duda su diagnóstico sobre esos funcionarios coloniales, como después lo demostraría la defenestración del gobernador por el movimiento ciudadano. Trump incluso destacó un dato irrefutable, al agregar que en la Isla “la red eléctrica y toda la infraestructura ya eran un desastre antes del paso de los huracanes”24. Aunque esto es así por una causa que él calló: más de 10 años continuos de crisis económica ‑‑de la cual Washington es asimismo responsable—previamente suprimieron la atención a esa red e infraestructura, hasta causarles su presente fragilidad.
El desdén de Trump no es un error político personal, sino expresión de una actitud colonial que él, y el establishment político norteamericano, comparten con millones de estadunidenses. Su cariz despectivo refleja y recicla la negación a reconocerle a Puerto Rico y a sus habitantes los mismos derechos y consideraciones ‑‑y hasta a reconocerle el número de muertos‑‑ que a los estados de Florida, Luisiana o Texas. Como a la vez insiste en la prédica ‑‑dirigida tanto a los norteamericanos como a los propios puertorriqueños‑‑ de una intrínseca e irremediable ineptitud de los isleños para administrar sus asuntos.
Por lo tanto, de la discapacidad de los boricuas para vivir y decidir por sí mismos ‑‑y para subsistir como país‑‑, incapacidad que psicológica y culturalmente presume un complejo de capitulación que los reduce a rogar y agradecer dádivas coloniales. Aunque objetivamente las carencias y retrasos de la reconstrucción han vuelto a demostrar la incapacidad y fracaso del estatus imperante, la reiterada y multiforme prédica de esa supuesta ineptitud de los isleños les supone una fatal condena a resignarse a las iniquidades coloniales, es decir, a la alienación colonial.
Vernos en el espejo de Puerto Rico
En resumidas cuentas, la dominación material de Estados Unidos sobre Borinquen data de la ocupación militar, iniciada en 1898 en remplazo del colonialismo español. Dominio consolidado por medio siglo de represión militar y policial, y derrota física de las protestas y alzamientos patrióticos borinqueños, como en la Masacre de Ponce, de 1937, y el Grito de Jajuya, de 1950 No obstante, a la par el colonialismo también arrolló al país con la promoción sociopolítica y cultural de su hegemonía, esto es, de la aceptación inducida del régimen colonial, mediante la siembra de una cultura de subordinación: complejo de inferioridad moral y técnica, miedo a que el amo te abandone en la orfandad, así como fascinación ante la “vitrina” del estatus colonial, que hacen del Estado Libre Asociado una forma superior de alienación colonial.
Superando con creces la alta tasa de emigración que más de 10 años de crisis económica habían mantenido en alza, el desastre material bruscamente precipitado por Irma y María en 2017 ‑‑seguido de la falta de confianza en el proceso de reconstrucción‑‑, provocó una hecatombe demográfica de dimensiones genocidas. Todo eso solo podrá detenerse eliminando la raíz del mal, a través de un proceso de emancipación nacional.
Puerto Rico ‑‑país que la ONU reconoce como “nación latinoamericana y caribeña”‑‑ debe tener el mismo derecho que sus vecinos a ser miembro de la comunidad internacional, tener sus propias relaciones políticas y económicas con las demás naciones y ser parte de los organismos internacionales y regionales, con quienes negociar y decidir sus políticas de intercambio, desarrollo y colaboración. Es haciendo uso soberano de estos mecanismos como República Dominicana, Cuba, Jamaica y los países del Caricom ‑‑incluso las pequeñas naciones del Caribe Oriental‑‑ pueden construir confianza en sí mismas y hacerle frente a ese género de problemas.
¿Tiene sentido ser una colonia, incluso de la metrópoli más poderosa? La experiencia puertorriqueña insiste en demostrar lo contrario. En su tragedia, el pueblo boricua está atrapado entre la falta de atribuciones ‑‑y la incompetencia‑‑ de los funcionarios locales, la indiferencia de las autoridades estadunidenses, y la falta de confianza en sí mismo de una parte de su propio pueblo. En contraste con sus naciones vecinas, Puerto Rico padece más obstáculos, problemas e incertidumbres para enfrentar cada desafío, una vez que demasiados factores permanecen fuera de sus manos.
Tal situación ya no tenía sentido durante la administración Obama y menos en la de Trump. El primero deportó a tantos inmigrantes como pudo y el segundo endurece las barreras migratorias; pero mientras centenas de miles de centroamericanos, mexicanos y otros son deportados, mayor número de puertorriqueños sigue ingresando. En este último período, en Washington, el Congreso ‑‑órgano que constitucionalmente ejerce los poderes norteamericanos sobre la Isla-- rechazó considerar a Puerto Rico como una jurisdicción doméstica; esto es, reconfirmó su exclusión reiterándole su estatus de posesión foránea. Y al hacerlo enterró las últimas fantasías coloniales de los apátridas que aún anhelan hacer de su país otro estado de la Unión, a contrapelo del querer de la mayoría de los políticos estadunidenses.
Las secuelas de Irma y María impiden eludir una realidad de a puño: el actual estatus político de la Isla ‑‑la supuesta autonomía del Estado Libre Asociado‑‑ no solo es ineficaz sino insostenible; solo acarrea mayor endeudamiento, deterioro social y vulnerabilidades. Como, a su vez, la opción de integrarse a Estados Unidos, además de abjurar de la cultura propia, es inaceptable para la mayoría de los norteamericanos. Las realidades cambiaron; ningún anterior espejismo es ya sostenible, ni siquiera como ficción. Solo como república independiente Puerto Rico podrá superar su agonía. Y solo eso puede darle viabilidad y desarrollo integral a su pueblo.
Como solo la independencia boricua puede ofrecerle a Estados Unidos una forma honrosa de deshacerse de un problema que cada día es más enfadoso. Para ello, Washington tendrá que compartir los costos de una transición cuyos términos y plazos deberá negociar con el independentismo puertorriqueño. Nada inaudito: eso es tan factible en Puerto Rico como lo fue en Panamá, donde la espinosa cuestión del Canal interoceánico así se resolvió. Para esto, el primer paso es hacer conocer el caso como un problema general cuya trascendencia reclama solución, como Omar Torrijos lo hizo. Eso requiere que todos los independentistas y soberanistas, tanto en su Isla como en la vida política estadunidense, movilicen a las comunidades de origen boricua, esclarezcan a la opinión pública norteamericana y presionen al Congreso para dimensionar ese tema en su agenda.
Como asimismo toca que los latinoamericanos y caribeños hagamos lo que nos corresponde, porque ese también es nuestro problema. Puerto Rico es una muestra –territorialmente chica pero muy concentrada‑‑ de muchos problemas de matriz colonial o neocolonial que también actúan, de unas u otras maneras, entre los pliegues de la identidad, la cultura política y la capacidad de autodeterminación que los latinoamericanos compartimos. Para todos nosotros, es un reto acerca de nuestra propia condición neocolonial. Y en este sentido, espejo de nuestras propias flaquezas.
Incluso en EEUU puede esclarecer
Hasta mediados de 2019 este modo de ver pudo tacharse de iluso, dando por sentada la tradicional obtusidad del establishment estadunidense. No obstante, la publicación de otro enfoque del tema por Foreign Affairs, la influyente revista del Consejo de Relaciones Exteriores ha hecho ver, desde Washington DC, qué tanto pueden evolucionar las preocupaciones (y propuestas) sobre la crisis colonial puertorriqueña y sus consecuencias, desde el punto de vista de los intereses norteamericanos.
Los redactores de ese estudio, titulado “America’s Forgotten Colony: Puerto Rico’s Crisis”, son Antonio Weiss y Brad Setzer, investigadores de Harvard y del propio Consejo de Relaciones Exteriores, a quienes puede considerarse intelectuales orgánicos del “gobierno permanente” de Estados Unidos25. La formulación de su texto apunta a destrabar y promover el debate sobre el estatus de Puerto Rico para legitimar y abrirle campo a la alternativa de la descolonización.
Los autores empiezan por recordar que Puerto Rico no es parte de Estados Unidos sino un territorio “no‑incorporado”, pues desde que la Isla fue tomada a España su soberanía se transfirió al Congreso. Es este, bajo el Artículo 4 de la Constitución norteamericana, quien tiene poder plenario sobre todos los “territorios u otras propiedades pertenecientes a los Estados Unidos”. Aunque en 1917 una ley del Congreso otorgó la ciudadanía estadunidense a los puertorriqueños, en 1947 el mismo Congreso emitió una ley que les permitió elegir a su propio gobernador, y en 1952 le aprobó una Constitución local que oficialmente designó a Puerto Rico como un Commonwelth en inglés (o Estado Libre Asociado ‑‑ELA‑‑ en español), la mencionada “cláusula de territorialidad” sigue definiendo el estatus del país. Uno que, al decir de Weiss y Setzer, establece la relación colonial que Estados Unidos tiene con esa posesión y “el dañino purgatorio que representa el actual estatus de la Isla”.
Reconocen, además, que la cuestión del estatus asimismo define la propia política puertorriqueña, y que los dos principales partidos de la Isla se definen por apoyar la continuidad del ELA o preferir la estadidad26. En el país se han celebrado cinco referendos no vinculantes sobre el su estatus político: los dos primeros (en 1967 y 1993) indicaron una preferencia por el régimen del ELA, pero en 1998, en el tercero, más de la mitad de los votantes marcó una preferencia por la opción “ninguno de los anteriores”. Unos años después ‑‑observan los autores‑‑, la tendencia parecía favorecer a la estadidad, pero en 2017 un gobierno estadista convocó a un referendo que ganaría ampliamente, pero que fue boicoteado tanto por los independentistas como por los partidarios del ELA, con lo cual concurrió apenas un 23 por ciento de los electores (con el agravante de que dos años después ese gobierno estadista fue defenestrado por multitudinarias manifestaciones ciudadanas bajo acusaciones de corrupción).27
Luego de realizar un meticuloso examen histórico del caso puertorriqueño, el ensayo de Weiss y Setzer analiza las limitaciones estructurales, económicas, jurídicas y políticas del colonialismo estadunidense en Puerto Rico, estudiándolos como factores causales tanto de la persistencia del subdesarrollo como de la bancarrota del país. Y al examinar las alternativas usualmente planteadas, descarta o admite las respectivas opciones según su capacidad para satisfacer los necesarios objetivos. Si bien hace años algunos intelectuales y dirigentes puertorriqueños habían expuesto tesis similares, en este caso lo notable es que el análisis y las propuestas vienen del interior del establishment washingtoniano.
Los autores empiezan por examinar la expectativa que generalmente se consideraba preferida por los votantes, la de mejorar el Estado Libre Asociado (ELA) y su aprovechamiento, liberándolo de las restricciones derivadas de la cláusula territorial. Pero al repasar la cadena de requerimientos demandados por la enmienda constitucional que eso exigiría, que requiere contar con el respaldo de dos tercios del Congreso y de tres cuartos de las legislaturas de todos los estados de la Unión, ambos autores concluyen que ello sería un empeño imposible.
Enseguida, ellos auscultan la opción de la estadidad. Aparte de valorar los enormes obstáculos políticos y socioculturales que sería indispensable superar dentro de Estados Unidos, agregan que, incluso consiguiéndolo, acto seguido el efecto empobrecedor de los impuestos federales sería insoportable. Lo que también obliga a descartar esa alternativa.
Finalmente, al examinar la opción de la independencia, reconocen que ella actualmente es la que cuenta con menor apoyo plebiscitario, pero asimismo sostienen que es la que puede dotar a Puerto Rico de los instrumentos necesarios para poder darse un futuro económico sustentable. Lo que, sin embargo, agregan, requiere negociar una transición económica, así como un conjunto de previsiones sobre la ciudadanía y otros asuntos.
Esto es, que mientras un ELA no territorial o la estadidad representan ficciones políticas irrealizables ‑‑por mucho que obtengan mayores apoyos plebiscitarios‑‑, ya que en la práctica solo la independencia haría posible dotar a Puerto Rico de los instrumentos indispensables para desarrollar un camino económico viable. Al fin y al cabo, como plantea el estudio, “el estatus es una cuestión de ideología e identidad” y, como observa Fernando Martín, la formación de mayorías y minorías es asunto de tiempos y circunstancias, y de las opciones que pueden percibirse como factibles en las condiciones disponibles.28
Y nada como las circunstancias de la presente bancarrota económica, del descrédito del sistema político existente y de la indignación sociocultural ante las miserias morales, políticas y materiales de la reconstrucción del país, como sobrados motivos para rediscutir las ya dudosas preferencias ciudadanas legadas por el ELA.
Y ahora ¿qué?
Menos de dos meses después de publicarse “America’s Forgotten Colony: Puerto Rico’s Crisis”, en la Isla empezó la crisis iniciada por el destape de la cloaca de chats que el gobernador Roselló intercambiaba con sus principales colaboradores. Doce días de bravas y masivas movilizaciones ciudadanas forzaron la renuncia del mandatario, maliciosamente maquinada, sin embargo, para manipular la sucesión y retener el gobierno en manos del mismo grupo político, una fracción del anexionista Partido Nuevo Progresista, sombra del Partido Republicano estadunidense.
Eso fue un suceso inaudito en un país donde, desde la instauración del ELA, las protestas públicas eran escasas en número y afluencia. Como lo reseñó el New York Times, a simple vista los manifestantes protestaban ante los arrogantes y groseros chats del gobernador y sus colaboradores íntimos, y el arresto por el FBI de varios políticos de alto nivel, acusados de corrupción. “Pero las demostraciones […] eran más bien un rechazo a décadas de escándalos y malos manejos que involucran a líderes adinerados y desconectados que una y otra vez se han beneficiado a costa del sufrimiento de los puertorriqueños”.29
Tanto más luego de la multidimensional e inacabada tragedia que siguió al huracán María, más la reveladora insensibilidad de Washington y la incapacidad del gobierno de San Juan para atender sus consecuencias. Cuestionado, el presidente Trump, sin pensarlo dos veces desvió toda crítica hacia los líderes de la Isla, a quienes culpó de incompetentes y corruptos, negándoles así cualquier amparo político a los más obsecuentes aliados del Partido Republicano.
Enseguida de María, nadie salió a protestar; todos estaban demasiado atareados en sobrevivir: el pueblo en su desamparo y los políticos en sus cargos. Pero, como el mismo reportaje del Times añadió, tras la detención de varios funcionarios corruptos y el escándalo del chat de la cúpula gobernante, toda esa acumulación de agravios detonó una explosión de inconformidades: “este ha sido un proceso traumático”, dijo una profesora entrevistada; tras “muchos años de soportar y aguantar”, al fin “todo ese trauma ha salido, todo ese dolor”.
Ese escándalo expansivo acopló súbita e inesperadamente a diversos sectores de la sociedad puertorriqueña, para expresar “una honda insatisfacción con el modo en que la Isla es gobernada”.
La cadena de manifestaciones, autoconvocadas a través de las redes digitales y abanderadas por varios artistas muy populares, pronto fue fortalecida por la insólita participación de una multitud de puertorriqueños de las barriadas y caseríos pobres. Marginales y anónimos en la contabilidad de los partidos políticos y de la clase media educada, y carentes de sus propios medios de expresión cívica, en esta coyuntura encontraron amplia oportunidad de participación.
No obstante, ese alud ciudadano carecía de un proyecto y un liderazgo que les diera un propósito de mayor alcance ‑‑sin limitarse a echar del gobierno al cabecilla de esa camada de retoños del sistema, engreídos desconocedores del país real‑‑ y movilizarse por objetivos soberanos más sustantivos y, por lo tanto, más democráticos y duraderos.
Sin duda, se obtuvo un triunfo de gran valor simbólico y, por el momento, demostrativo del poder de la movilización ciudadana. Sin embargo, esta al cabo de poco tiempo se dispersó, sin haber cumplido mayores posibilidades. La falta de esa propuesta inmediata de mayores trasformaciones viables, a su vez, le dio tiempo y oportunidad a la vieja casta política para apelar a sus añejos ardides mediáticos y legales para controlar la sucesión, al menos al corto y mediano plazos. Las reglas del poder quedaron en las manos de siempre.
Para explicarlo es preciso comprender que, en las calles, junto a la gran masa de puertorriqueños indignados que anhelaban una reforma moral y cívica, también desempeñó su rol la cultura colonial. Nutrido del complejo de inferioridad y su consiguiente cortedad de horizontes, el “sentido común” que esa cultura cultiva y recicla, aún siguió resignando a gran parte de los ciudadanos a creer que, tras el acierto de expulsar a un gobernador incompetente, lo más oportuno y “realista” es remplazarlo por otro mejor aceptado en Washington y tanto más idóneo para limosnear en Estados Unidos otras “ayudas” para la Isla.
En pocas palabras, hace falta que las movilizaciones sociales alcancen a generar estructuras incluyentes y duraderas, que aseguren la continuidad de sus luchas ‑‑culturales, ideológicas y políticas‑‑. Y, con esto, a proponer y conquistar cambios estructurales en el tejido y en las instituciones sociales, para que el entusiasmo y energía de los grandes acontecimientos no se diluya, ni le permita a la élite local y al régimen colonial reiterar su viejo juego de recuperación de la “normalidad” colonial, en este caso nombrando nuevo gobernador a una persona o electa.
La crítica a las incompetencias y corrupciones, si bien cumple la necesaria función de revelar las realidades que hay tras los mitos y el conformismo, no basta. Mientras no se construyan organizaciones y acontecimientos que cuestionen esa “normalidad” y produzcan nuevos avances del proceso, la sola denuncia incluso puede servirle al sistema imperante. Porque la incompetencia y la inmoralidad del sistema también da pretextos al régimen para justifica nuevas intervenciones, alegando que acude a remediar incompetencias y corruptelas de los funcionarios locales.
Es el caso de la llamada Junta de Supervisión y Administración Financiera ‑‑la Junta‑‑, maquillada como un mal menor y transitorio mientras realiza su brutal intervención expoliadora, con el pretexto de venir a reparar daños causados por la ineptitud de los líderes y funcionarios nativos.30
Tras la experiencia de gran movilización social de julio de 2019, tras una confluencia de voluntades sin precedente en la historia del país, y frente a la demanda de darle continuidad, el Partido Independentista Puertorriqueño (PIP) propuso una doble iniciativa. En conferencia de prensa, Rubén Berríos, su líder, y María de Lourdes Santiago, ex senadora y vicepresidenta del PIP, llamaron a convocar un amplio frente para, por un lado, demandar unas enmiendas de urgencia a la Constitución puertorriqueña, para que estén vigentes antes de las próximas elecciones. Y, por el otro, plantear una nueva relación con Estados Unidos, a discutirse en una “Asamblea para un Nuevo Puerto Rico”, electa por votación popular, “que garantice la participación de los más amplios sectores de la sociedad”.
Esas enmiendas constitucionales prevén: autorizar la celebración de un referendo revocatorio para que el pueblo pueda destituir a un mal gobernador; elegir por votación al nuevo gobernador si el cargo queda vacante; y disponer realizar una segunda vuelta electoral entre los dos candidatos más votados si ninguno obtiene la mayoría absoluta.
Y sobre la nueva relación con Estados Unidos, la propuesta señala que la Asamblea a elegirse tendrá dos encomiendas: la primera, redactar una nueva Constitución para Puerto Rico, que emane del poder soberano de su propio pueblo31. La segunda, elaborar alternativas no coloniales y no territoriales para la nueva relación con Estados Unidos, para ser presentadas y negociadas en el Congreso antes de someterlas a votación popular.
Ambas propuestas deben votarse a más tardar a inicios de 2020, para corregir algunas importantes deficiencias constitucionales que la crisis política de 2019 puso en evidencia, antes de celebrarse las próximas elecciones locales. Como, asimismo, corregir las demás deficiencias de la Constitución actual, y enfrentar democráticamente el problema de la relación colonial con Estados Unidos.
Esta propuesta se caracteriza por su amplio realismo político: no demanda de la masa ciudadana más de aquello por lo cual su mayoría se manifestó en julio de ese año; a la vez, plantea unos términos que no contradicen los del discurso de los líderes “soberanistas” del Partido Popular Democrático (PPD). A la vez, es una propuesta abierta a modificarse al tenor de su debate con los demás sectores congregados ‑‑ojalá con una práctica y un lenguaje que igualmente atraiga a los sectores barriales que también se sumaron a aquellas manifestaciones‑‑.
La necesaria transición
El Estado Libre Asociado hace mucho dejó de encajar entre los inventos que hoy el derecho internacional considera justificables. Hace décadas el Comité de Descolonización de la ONU anualmente pone a Washington en el banquillo de las potencias coloniales, y le da tribuna a una creciente lista de portavoces latinoamericanos que allí examinan el estatus de Borinquen. Cada año esa instancia global reconoce a Puerto Rico como “Nación Latinoamericana y Caribeña, y su derecho inalienable a la libre determinación e independencia, su soberanía, y a la integridad de su territorio nacional”, Y además ratifica que el pueblo puertorriqueño tiene el inalienable derecho a su autodeterminación, como lo acreditan ya más de 34 Resoluciones, reiterando que el estatus de la Isla debe discutirse en la Asamblea General, donde Estados Unidos difícilmente podrá encontrar voces que lo secunden, ninguna gratuitamente.
Desde el punto de vista norteamericano ¿a quién le sirve prolongar esos inconvenientes? Solo los clichés de una vieja inercia, y un desfasado orgullo imperial, pueden ocasionarlo. Al cabo, terminada la Guerra Fría, tras la experiencia de Vieques la Armada estadunidense abandonó todos sus demás baluartes y operaciones en la Isla, la que así perdió lo que devengaba como plaza militar. Como también sigue perdiéndolo como plaza de interés económico, desde que Washington prefirió explotar acuerdos de libre comercio con otros países del área, que hoy aprovechan las ventajas de acceso al mercado estadunidense que antes el ELA retenía.32
En los años 30 a 50 del siglo pasado ‑‑en tiempos de Albizu Campos‑‑, la cuestión de la independencia de Puerto Rico gozaba de amplias simpatías en la opinión pública hispanoamericana. Pero después el tema fue arrollado por el frenesí de la Guerra Fría, y el patriotismo borinqueño se vio estigmatizado como un instrumento de las agencias soviéticas. No obstante, ahora la raíz del asunto ha vuelto a su dimensión real, aunque algunas de sus consecuencias subjetivas aún demoren en sanarse.
De hecho, Washington hace mucho ha venido agotando los motivos para retener la propiedad de la Isla, donde solo va quedándole la obligación federal de costear la subsistencia del régimen, y la de lograr que los acreedores estadunidenses consigan recuperar la enorme deuda del gobierno boricua, que es lo que más interesa a los burócratas norteamericanos. Aunque Puerto Rico contó con buenas infraestructuras ‑‑hoy en día tan deterioradas‑‑, en la última década la Isla perdió sostenibilidad tras haberla especializado en actividades económicas que al cabo dejaron de ser atrayentes para Estados Unidos.
Antes de la invasión norteamericana, la Isla produjo azúcar y derivados, café, legumbres y otros alimentos, cuya producción el régimen colonial descartó en beneficio de la cañaveralización. Comer se volvió caro; del 85 al 90 por ciento de los alimentos se importan congelados o enlatados, generalmente de Estados Unidos. Pero, “la Ley Jones […] con frecuencia detiene cargamentos del territorio continental porque solo las empresas de envío estadounidenses pueden transportar legalmente alimentos de un puerto estadounidense a otro”.33
A su vez, en la actividad turística Borinquen hoy es superada por varios competidores del Gran Caribe, donde es menos costosa. Por largos años el estatus colonial ha impuesto legislaciones estadunidenses ajenas a la naturaleza de la Isla, que impiden aprovechar otras ventajas de su ubicación geográfica, como desarrollar una diversidad de servicios marítimo‑portuarios y aeroportuarios, y de ser parte de los proyectos de cooperación para el desarrollo y de integración mesoamericana y caribeña.
Con eso tanto el ELA como los dos partidos políticos que le son funcionales hace mucho han perdido las razones de existencia que antaño les dieron propósito, mientras que al gobierno de Washington DC aún no encuentra oportunidad ni discurso para justificar cómo deshacerse de la Isla, en lugar de pretender anexarla como un Estado extraño, costoso y problemático para la Unión Americana y la idiosincrasia estadunidense.
En tales circunstancias, solo queda proponer el necesario proceso de transición a cierto número de años plazo, a fin de reestructurar la institucionalidad y el modelo económico puertorriqueños, para culminar la constitución de una nueva república latinoamericana y caribeña. Esta, como nación independiente y viable, podrá tener un apropiado esquema de relaciones con Estados Unidos y con las demás naciones de la región y del mundo.
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1. Carlos (Taso) Zenón, pescador. “Canción para Vieques”, en Memorias de un pueblo pobre en lucha: manual de lucha para los jóvenes que quieren transformar a Puerto Rico, Editorial El Antillano, 2018. 2. La literatura suele referirse a Puerto Rico como una isla, que los nativos prehispánicos llamaban Borinquen. Pero Puerto Rico es un archipiélago, cuyas cuatro porciones más evocadas son la “isla grande”, la mayor, más poblada y de mayor peso económico; la contigua isla de San Juan, asiento histórico de la capital del país, donde radica el gobierno; y las islas de Culebra y de Vieques, municipios dedicados sobre todo a la pesca y el turismo, parte de las cuales hasta hace unos años fueron explotadas, a la par, como polígonos de tiro de la Marina militar estadunidense, con los riesgos y daños que eso acarreó. 3. El principal dirigente de aquel socialismo fue el inmigrado gallego Santiago Iglesias Pantín, quien había militado en el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y mantenía contacto con su líder, Pablo Iglesias, quien, a finales del régimen colonial español, lo alentó a fundar el Partido Obrero Socialista de Puerto Rico, afiliado al PSOE. Luego, bajo la dominación estadunidense, en 1915 Santiago Iglesias lideró su conversión en el Partido Socialista Puertorriqueño, afiliado al Partido Socialista de Estados Unidos, y fue uno de los creadores de la Federación Libre de Trabajadores, afiliada, a su vez, a la American Federation of Labour (AFL). Iglesias opinaba que las posibilidades del movimiento obrero puertorriqueño y de su partido eran más favorables en el ámbito político norteamericano que frente a la reaccionaria oligarquía puertorriqueña y, por consiguiente, fue anexionista, partidario de incorporar a Puerto Rico como estado federal de la Unión estadunidense. Por lo mismo, respaldó dentro del movimiento obrero y la izquierda puertorriqueña la política de americanización del país. 4. Antecesor de los actuales Partido Popular Democrático (PPD) y Partido Independentista Puertorriqueño (PIP). 5. Ver Bolívar Pagán, La Historia de los Partidos Políticos en Puerto Rico. En internet: http://seminarios-pnp.com/2015/08/historia-de-los-partidos-politicos-pue... Capítulo 7 sección 3. 6. De hecho, así la Asamblea reflejó que la unidad del partido se debatía entre radicales independentistas y moderados autonomistas. La “temporalidad” de esa forma de posponer la decisión le daría largo de cobijo a la política gubernamental de “americanización” del país, respaldada por el proyanqui Partido Republicano, principal oponente del Unionista. 7. Particularmente, en apoyo al esfuerzo de la Unión Soviética para rechazar la invasión alemana. 8. Este Nuevo Trato o acuerdo social orientó el conjunto de políticas impulsadas por los gobiernos de Franklin D. Roosevelt (1932-45) para resolver las principales causas y efectos de la Gran Depresión, la crisis económica desatada a comienzos de los años 30. Incluyó la intervención del Estado en la economía, inversión pública en infraestructuras productivas, fomento del empleo y ampliación de las libertades políticas. Entre sus efectos estuvo el fortalecimiento de las organizaciones sindicales y de los valores democráticos antifascistas. Tras el fallecimiento de Roosevelt y la victoria en la II Guerra mundial, las grandes empresas y la derecha política impusieron el fin de la colaboración con la Unión Soviética y el inicio de la Guerra Fría, a la vez que el roll back contra las políticas sociales del New Deal, las organizaciones sindicales y las ideas y organizaciones progresistas, hasta llegar a los extremos del macartismo. 9. Eso ocurrió bajo la influencia del Browderismo, una extrapolación político‑ideológica de la estrategia frenteamplista de la III Internacional, que alentaba la colaboración antifascista con los partidos, gobiernos y organizaciones burguesas para combatir al nazi‑fascismo. El nombre de esa política derivó del de Earl Browder, jefe del partido comunista de Estados Unidos y de la Komintern para Centroamérica y el Caribe--, quien durante la Segunda Guerra Mundial postuló la aproximación de su partido al partido demócrata y el gobierno norteamericano, bajo las premisas de la prioridad de la lucha contra el fascismo y la invasión alemana a la URSS. Este acercamiento se dio tras el pacto norteamericano-soviético para combatir a las potencias del eje nazi‑fascista, y la colaboración de clases que a partir de entonces se predicó. En el ambiente político del New Deal, Browder sostuvo que los partidos comunistas debían soslayar cualquier consideración ideológica y colaborar con los gobiernos democráticos existentes, cualquiera que fuese su signo político, para luchar juntos contra el fascismo en el mundo. Eso condujo incluso a la auto disolución del PC estadunidense y a que varios partidos comunistas latinoamericanos renunciaran a llamarse así, convirtiéndose en partidos policlasistas “populares”, reorientados a buscar el socialismo por medios pacíficos y graduales. 10. Lo que debe entenderse no solo respecto a un caso extremo como el de Puerto Rico, sino como realidad que igualmente incide, en diversas formas, sobre la cultura política, y la cultura general, de las repúblicas neocoloniales de América Latina y demás países en subdesarrollo. 11. Gatopardismo. Palabra derivada del italiano Gattopardo, título de la novela del siciliano Giuseppe Tomasi (1896-1957), que alude a la decadencia de la nobleza siciliana y relata el matrimonio del sobrino de un viejo príncipe con la hija de un comerciante plebeyo. Ante el inevitable ascenso de la burguesía, el añoso noble promueve ese matrimonio para enlazar a su clase social con sus enemigos mortales, convertidos en la nueva fuerza política dominante. La expresión gatopardismo señala la filosofía de quienes piensan que es necesario que algo cambie para que lo demás permanezca intocado en la organización social. Como las reformas meramente cosméticas o de distracción que se proponen para mantener incólumes los privilegios sociales y económicos de sus manipuladores. Tomado de la Enciclopedia de la Política de Rodrigo Borja. Ver www.enciclopediadelapolitica.org 12. El territorio de Estados Unidos está integrado por 50 estados, un distrito federal, 5 territorios importantes (entre ellos Puerto Rico) y 9 territorios menores, enumerados en https://es.wikipedia.org/wiki/Anexo:Estados_y_Territorios_de_los_Estados... Al respecto, ver el Artículo IV, Sección 3, Cláusula 2 de la Constitución de Estados Unidos. A su vez, acto seguido, la Sección 3, en su Párrafo 2, determina que “El Congreso tendrá la facultad para disponer y formular todos los reglamentos y reglas necesarias con respecto al territorio y otros bienes que pertenezcan a los Estados Unidos” [Cursivas del autor]. Por si faltara, dicho estatus fue ratificado por una sentencia que la Corte Suprema estadunidense dictó en 1901 (a los tres años de la ocupación norteamericana de la Isla), por la cual Puerto Rico le “pertenece a” pero no es “parte de” Estados Unidos, dado que no es un Estado de la Unión sino un territorio de la misma o, como se dice en el resto del mundo, es una colonia. Ninguno de esos textos jurídicos fue modificado al adoptarse en 1952 la ficción del llamado Estado Libre Asociado (ELA). 13. Luego de más de cuatro años de protestas encabezadas por Rubén Berríos, en 1975 los borinqueños lograron sacar a la Marina estadunidense de su base y campo de tiro en la isla puertorriqueña de Culebra. En el 2000, Berríos completó casi un año acampando, bajo soles y tormentas, sobre la playa de la isla de Vieques para impedir que la Marina continuara sus bombardeos sobre ese territorio, que usaba como polígono. Ambas islas conservaban numerosa población civil, amenazada por esas actividades. Durante esa segunda gesta, que logró movilizar a la mayor parte de la sociedad puertorriqueña, con gran parte de la dirigencia independentista en prisión, Berríos y sus compañeros, recibieron amplia solidaridad de personalidades e instituciones cívicas, políticas religiosas e intelectuales estadunidenses y latinoamericanas. Al cabo, la Armada también tuvo que retirarse definitivamente de Vieques. Y poco tiempo después las fuerzas armadas estadunidenses decidieron retirarse asimismo de Roosevelt Roads, la mayor y más valiosa de sus bases militares en Puerto Rico, adelantándose a que los independentistas la pudieran bloquear. Con esto, desapareció el último de los emplazamientos bélicos estadunidenses en el archipiélago puertorriqueño. 14. Así denominada por las siglas de Puerto Rico Oversight, Management, and Economic Stability Act, nombre que leído en español porta una maliciosa ambigüedad que solo puede descifrarse en inglés. 15. El Partido Republicano escogió cuatro y el Demócrata tres, de los cuales Obama designó uno. Mayoritariamente, ciudadanos nacidos en Puerto Rico pero que hace mucho se habían integrado al establishment estadunidense, a excepción de la Directora Ejecutiva, Natalie Jaresko, una ucranio‑norteamericana que fue ministra de finanzas del gobierno que siguió al golpe de Estado en su país de origen. 16. La ilusa expectativa de algunos ingenuos de que la Junta vendría a hacer justicia sobre los corruptos que antes engendraron esa deuda no pasó de brevísima quimera. 17. La tecnología y concepciones militares dominantes al concluir la II Guerra Mundial dominaron la forma de organizar y dotar los baluartes estadunidenses establecidos en Puerto Rico y en la Zona del Canal de Panamá. Pero, en la práctica, la rápida evolución de los medios aeroespaciales de la Guerra Fría iría devaluando dichos baluartes, al extremo de que, cuando Omar Torrijos y Jimmy Carter negociaron el nuevo tratado del Canal interoceánico, Washington admitió que ya era tiempo de dejar sus bases militares en ese lugar, incapaces de impedir un eventual ataque transoceánico. Otro tanto sucedería en Puerto Rico, donde la desobediencia civil independentista llevó a la Armada estadunidense a admitir que la alternativa de evacuar sus cuarteles y polígonos en Culebra, Vieques y Roosevelt Roads ya no impedía a las fuerzas norteamericanas mantener su control estratégico de la región. 18. En Puerto Rico muchos servicios son prestados por empresas estatales y, por motivos electorales, el gobierno busca prever un presupuesto que minimice el despido de empleados públicos. 19. Como el mismo periódico relató el 20 de mayo de ese año, José Marrero, director de finanzas del Hospital de Niños San Jorge, informó que el gobierno le adeuda a esa institución US$ 350,000 por servicios prestados en marzo, y que a esta suma se agregan US$ 1,200,000 por servicios prestados en abril, más otros US$ 250,000 por los ya prestados en mayo. A su vez, Pedro Meléndez, director ejecutivo del Sistema de Salud Menonita, añadió que, aparte no de contratar especialistas para servicios indispensables, se usaban “tarifas de hace dos o tres años” y “se redujo los fees de los médicos hasta un 33 por ciento”. Similares consecuencias ahogaban a los hospitales de todo el país. 20. Según El Nuevo Herald, por ejemplo, hasta el 1 de junio de 2018 los sobrevivientes de María recibieron en promedio $ 1,800 para reparaciones, mientras que el año anterior los del ciclón Harvey, en Texas, en ese plazo recibieron $ 9,127. Esa mezquina ayuda a cuentagotas favoreció formas negligentes y corruptas de manejarla, como después se evidenció. 21. La empresa de electricidad explica que parte del problema es que la reposición de los tendidos de la red eléctrica se ha hecho con cables de menor calibre que los anteriores, por falta del material adecuado. Paradójicamente, durante más de un año la situación del servicio eléctrico en el territorio norteamericano de Puerto Rico ha sido notoriamente peor que la muy publicitada crisis eléctrica de la aislada Venezuela. 22. Parte de tales diferencias viene de que unos solo contaron las víctimas conocidas del primer impacto, mientras otros sumaron las registradas en las siguientes semanas, añadiendo los datos aportados por los hospitales y las agencias funerarias; después se agregarían, además, los decesos registrados en las incomunicadas poblaciones del interior del país. 23. Véase “Califica Trump de incompetentes y corruptos a políticos de Puerto Rico”, agencia EFE, Washington, 2 de abril de 2019, así como “Ataques de Trump a políticos puertorriqueños, más sal en la herida”, agencia Prensa Latina, de la misma ciudad y fecha. Trump fue particularmente duro con Carmen Yulín Cruz, a quien se refirió como “la enloquecida e incompetente alcaldesa de San Juan [quien ha] hecho un trabajo muy malo para devolver la salud a la Isla”. 24. Citado por BBC Mundo el 12 de octubre de 2017. 25. Con el título “La colonia olvidada de los Estados Unidos” este estudio fue publicado en castellano por el diario El Nuevo Día, de San Juan, el martes 11 de junio de 2019. Weiss fue asesor principal del Secretario del Tesoro en el gobierno de Barak Obama y arquitecto del vigente plan PROMESA. Setzer es “Senior Felow” del Consejo de Relaciones Exteriores. 26. El autonomista Partido Popular Democrático (PPD) de Muñoz Marín, y el anexionista Partido Nuevo Progresista (PNP). 27. En Puerto Rico los comicios ordinarios se limitan fundamentalmente a la elección de funcionarios y legisladores locales, y en las campañas y debates electorales tienen poca prominencia los temas de la soberanía nacional y las políticas de desarrollo. No obstante, estos temas sí alcanzan mayor relevancia en los referendos relativos al estatus. En este caso, la evolución de los resultados refleja un creciente desencanto respecto al ELA, pero el mal desempeño gubernamental –por la proliferación de casos de imprevisión, ineficiencia y corrupción‑‑ de ambos partidos tradicionales no ha permitido a los estadistas capitalizar políticamente el retroceso de las simpatías por el ELA. 28. Ver Fernando Martín, “La puerta hacia la descolonización”, en El Nuevo Día, Tribuna invitada, del viernes 14 de junio de 2019. 29. Ver Patricia Mazzei y Frances Robles, “El hartazgo de los puertorriqueños sale a las calles”, en el boletín en español del New York Times, del 18 de julio de 2019. 30. Ver Elvin Carcaño Ortiz, “¿Revolución en Puerto Rico?”, en ALAI, 13 de agosto de 2019. 31. La actual Constitución emana del poder del del Congreso de Estados Unidos. 32. El hecho de que ahora, con la Administración Trump, el gobierno de Washington decidiera incrementar el proteccionismo, restándole valor a los acuerdos de libre comercio, no le restituye a Puerto Rico aquel pasado privilegio. 33. Julia Moskin, “El éxito de la comida local que salvó a Puerto Rico”, en el diario The New York Times (edición digital en español) del 22 de mayo de 2019. La autora narra la aventura creativa de los borinqueños que ahora vuelven a cultivar la tierra con nuevas tecnologías, tras la ruptura de la cadena alimentaria y la escasez de alimentos que vinieron tras los huracanes de 2017.
- Nils Castro es escritor y catedrático panameño.
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