“Sin utopía la vida sería un ensayo para la muerte.” Joan Manuel Serrat
Algo anda mal en una sociedad cuando, en las postrimerías de un año la mayor inquietud no es cuál será el primer niño en nacer sino a quién le corresponderá el escalofriante privilegio de ser la persona asesinada número mil del año.
Algo anda muy mal cuando en pleno siglo veintiuno la angustia mayor de la ciudadanía, en el país que sea, es si se sobrevivirá al día siguiente, si sus hijos podrán llegar a adultos, si sus padres podrán llegar dignamente a la vejez.
No porque se haya desatado una guerra que siembre incertidumbre y zozobra en la población. No porque una hambruna terrible arranque la vida indiscriminadamente. No porque un maremoto amenace con arrasar todo lo que encuentre a su paso. No.
Aquí van pasando cosas peores. Aquí, en vida, la vida ha ido perdiendo valor, se ha ido degradando como propósito esencial, se ha ido ninguneando como aspiración. Aquí nos han ido matando antes de que suene el primer disparo.
Por décadas nos han presentado la cultura de la muerte y la violencia como diversión o como pretendida virtud de los valientes, que se lanzan al mundo a provocar guerras en nombre de la libertad y la democracia. A nuestros niños les han dicho, demasiadas veces con el consentimiento o indiferencia de los mayores, que al niño Jesús hay que recibirlo el 25 de diciembre a tiro limpio, con juguetes que no son juguetes sino copias coloridas de las armas más sofisticadas y destructivas. La muerte virtual, fascinante y envolvente, se convierte en juego divertido. El que más mata, gana.
Entonces la realidad nos da en la cara. Entonces nos vamos matando de verdad. Entonces la enfermedad más frecuente entre nosotros —los desajustes mentales— se transforma en comportamiento violento. Entonces matamos o nos matamos, de la manera más insensible. Nos despedazamos en cuerpo y espíritu. A eso se añade la cultura de muerte y violencia del narcotráfico y la drogadicción, que ha ido arropando a muchos sectores de nuestro pueblo. Y la cultura de la violencia y el abuso como pretendidas maneras de alcanzar la paz, promovida por el gobierno.
Parecería que quienes estamos a favor de la vida y la felicidad estamos atrapados. Daría la impresión de que no hay esperanza. Que no nos queda otra opción que huir de esta realidad violenta que nos pisa los talones. ¿Qué le ha pasado a la sociedad del progreso y el desarrollo? ¿Qué engendro de sistema es éste que ha parido la modernidad, que prometía tantas cosas buenas y ha dado como fruto tanta maldad? ¿Hay respuestas que puedan tranquilizarnos? Aunque otros quieran convencernos de lo contrario, no es cierto que estemos ante un callejón sin salida. No es cierto que no haya esperanza. No es el destino que se ha ensañado con nosotros, ni es castigo divino por nuestros pecados imperdonables.
Por el amor que les tenemos a la vida y a la felicidad, no podemos dar crédito a la prédica de la imposibilidad. Tenemos que creer —tenemos, he dicho— en que es posible construir una sociedad superior. Tenemos que convencernos de que somos capaces de hacer desaparecer este desorden de cosas. Tenemos que descubrir en nosotros la voluntad —que está ahí, en nuestros corazones y conciencias— de edificar una sociedad superior, que borre este presente indeseable y espantoso. No tenemos otra opción que creer en el futuro, si creemos en la vida.
Nuestra responsabilidad es ayudar a forjar una sociedad en la que la vida esté protegida, asegurada, estimulada. En la que podamos criar a nuestros hijos con tranquilidad y sosiego. En la que nuestros mayores lleguen a la vejez y se encuentren en su día con la muerte de la manera más digna y natural. En la que midamos la calidad de vida no por los bienes materiales que poseamos, sino por la felicidad que hayamos alcanzado. En la que podamos esperar con ansiedad al primer recién nacido del año sin el espanto de conocer quién fue el asesinado número mil.
*El autor es profesor universitario y copresidente del Movimiento Independentista Nacional Hostosiano. |