A cincuenta años de «Los condenados de la tierra» y de la muerte de Franz Fanon: La irreverencia desafiante de un Prefacio.
Oriundo de la isla de Martinica –por muchos años colonia y desde 1946 departamento de ultramar francés–, educado en Francia y entregado a la causa de la independencia de Argelia, Frantz Fanon murió el 6 de diciembre de 1961, con apenas 36 años de edad.
Poco antes de fallecer, apareció la primera edición del libro que sería su legado teórico más importante, Los condenados de la tierra. De inmediato, aquel canto a la lucha a muerte contra el colonialismo y el imperialismo y por la dignidad humana, devino en referencia obligada y palabra reverenciada para millones de hombres y mujeres en todo el planeta. Cincuenta años después, intentamos aquí un acercamiento a la figura de Frantz Fanon–psiquiatra, intelectual, diplomático, revolucionario caribeño, africano y universal–y sobre todo a la palabra escrita y a la idea sustentada en Los condenados de la tierra.
Nos detendremos inicialmente en el Prefacio.
El primero de los muchos libros que comprenden Los condenados de la tierra es su Prefacio. Suficiente valor tiene el hecho de que fuera de la autoría del ya entonces prominente escritor y filósofo Jean Paul Sartre. Significación especial tiene que lo haya escrito un francés, es decir, un europeo, un blanco perteneciente al mundo de los dominadores; en una Francia en la que, incluso los sectores de izquierda y ni hablar de otros sectores ideológicos, ‘miraban hacia el otro lado’ o veían como buena y necesaria la barbarie que se cometía contra el pueblo argelino.
El elemento nacional-racial-espacial constituye en sí mismo, sin todavía leer una sola letra del Prefacio, un desafío. Ello porque raza, nacionalidad y espacio geográfico eran factores conflictivos de primer orden en la lucha que había librado el pueblo argelino por su independencia desde la década de 1950, y aun desde antes. Máxime cuando este europeo-blanco-del mundo de los dominadores, cometió la herejía de situarse del lado de los dominados, de defenderlos y justificar sus actos.
Sartre le habla a Europa sin rodeos; la confrontación con los hechos es clara y precisa. Es consciente de que las potencias europeas se repartieron en su día a toda África, que sometieron pueblos enteros a su antojo, saquearon sus riquezas, mataron, despreciaron, destruyeron; todo en nombre de una civilización superior, de una cultura y un humanismo cargados de cinismo.
Pero le advierte a Europa que, “Nuestro maquiavelismo tiene poca influencia sobre ese mundo, ya muy despierto, que ha descubierto una tras otra nuestras mentiras…(16) Ustedes, tan liberales, tan humanos, que llevan al preciosismo el amor por la cultura, parecen olvidar que tienen colonias y que allí se asesina en su nombre.”(17)
La década de 1950 se había distinguido por la obtención de la independencia de numerosos pueblos africanos y el nacimiento de nuevos Estados nacionales. La descolonización estaba en marcha. Otros Estados nacerían en África en la década de 1960, aunque la ruta que seguirían sólo provocaba incertidumbre. Nuevas formas de dominación estaban a la espera–el neocolonialismo–de parte de quienes no habían renunciado a seguir beneficiándose de esos pueblos tantas veces oprimidos y saqueados.
Probablemente el testimonio más escandaloso de Sartre ante los ojos y oídos de Francia y Europa, fue la justificación que éste hiciera de la violencia desatada por los ‘indígenas’ deshumanizados contra los colonialistas. Lejos de rechazar esa violencia, que Fanon elevaría a la categoría de principio y derecho ineludible, Sartre ofrece al lector una interpretación atrevida y profunda.
Impugna a quienes pretenden reducir la violencia en el discurso de Fanon a “…que una sangre demasiado ardiente o una infancia desgraciada le han creado algún gusto singular por la violencia; simplemente se convierte en intérprete de la situación...”(18)
Dado que, “El colonizador, más que explotar al colonizado, trata de deshumanizarlo”, Sartre advierte que, “el salvajismo del dominado es resultado del salvajismo del dominador.”(19); que, “…no nos convertimos en lo que somos sino mediante la negación íntima y radical de lo que han hecho de nosotros”.(20) Acusa a Europa de ser la causante de la violencia, con la que tanto daño ha hecho a los pueblos africanos:
“Se encuentran acorralados entre nuestras armas que les apuntan y esos tremendos impulsos, esos deseos de matar que surgen del fondo de su corazón y que no siempre reconocen, porque no es en principio su violencia, es la nuestra, invertida, que crece y los desgarra.”(21)
Más aún–habrá que imaginar la incredulidad de los franceses al leer esas líneas–para Sartre, como para Fanon, la violencia es para el colonizado una vía superior e insustituible para rescatar su humanidad perdida: “…esa violencia irreprimible…no es una absurda tempestad ni la resurrección de instintos salvajes ni siquiera un efecto del resentimiento; es el hombre mismo reintegrándose.”(24)
Para Sartre, “…el arma de un combatiente es su humanidad.”(25) Arma, que tengámoslo presente, será utilizada contra mercenarios franceses, contra franceses racistas y explotadores, contra europeos.
Su atrevimiento fue francamente subversivo y estremeció más de un cimiento de la cultísima civilización francesa y europea: “…matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre; el superviviente, por primera vez, siente un suelo nacional bajo la planta de sus pies. En ese instante, la nación no se aleja de él: se encuentra dondequiera que él va, allí donde él está–nunca más lejos, se confunde con su libertad.”(25)
Finalmente, Sartre hace una advertencia lapidaria a los franceses y europeos todos, de alguna manera incluyéndose a sí mismo y a quienes piensan como él; que inculpa a unos y libera a los otros, que toma partido como lo ha hecho desde un primer momento. Una advertencia sin titubeo, sin condescendencia ni paños tibios:
“Nosotros hemos sembrado el viento, él es la tempestad. Hijo de la violencia, en ella encuentra a cada instante su humanidad: éramos hombres a sus expensas, él se hace hombre a expensas nuestras.
Otro hombre: de mejor calidad.”(26-27) “Ustedes saben bien que somos explotadores. Saben que nos apoderamos del oro y los metales y el petróleo de los ‘continentes nuevos’ para traerlos a las viejas metrópolis. No sin excelentes resultados: palacios, catedrales, capitales industriales; y cuando amenazaba la crisis, ahí estaban los mercados coloniales para amortiguarla o desviarla…todos nos hemos beneficiado con la explotación. Ese continente gordo y lívido… ¿Y ese monstruo supereuropeo, la América del Norte?”(28)
Su verbo fue apabullante; no hubo piedad alguna para llamar a Francia y Europa, y a Estados Unidos, enemigos del género humano, pandilla, cómplices de mercenarios, descompuestos, decadentes. “No es bueno, compatriotas, ustedes que conocen todos los crímenes cometidos en nuestro nombre, no es realmente bueno que no digan a nadie una sola palabra, ni siquiera a su propia alma, por miedo a tener que juzgarse a sí mismos.”(32)
Sartre no tuvo miedo al asumir la defensa de una causa profundamente justa. Cincuenta años después, este Prefacio–lúcidamente pertinente en la medida en que mucha de aquella injusticia prevalece, así como la justeza de utilizar todas las formas de lucha, incluyendo la violencia revolucionaria, para alcanzar la libertad–le coloca en un sitial especial entre quienes hoy le recordamos.
Descargar el ensayo para la totalidad de su lectura.
A cincuenta años de Los Condenados de la Tierra y de la muerte de Frantz Fanon: La irreverencia desafiante de un Prefacio
Poco antes de fallecer, apareció la primera edición del libro que sería su legado teórico más importante, Los condenados de la tierra. De inmediato, aquel canto a la lucha a muerte contra el colonialismo y el imperialismo y por la dignidad humana, devino en referencia obligada y palabra reverenciada para millones de hombres y mujeres en todo el planeta.
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Publicado: martes, 6 de diciembre de 2011
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Oriundo de la isla de Martinica –por muchos años colonia y desde 1946 departamento de ultramar francés–, educado en Francia y entregado a la causa de la independencia de Argelia, Frantz Fanon murió el 6 de diciembre de 1961, con apenas 36 años de edad. Poco antes de fallecer, apareció la primera edición del libro que sería su legado teórico más importante, Los condenados de la tierra. De inmediato, aquel canto a la lucha a muerte contra el colonialismo y el imperialismo y por la dignidad humana, devino en referencia obligada y palabra reverenciada para millones de hombres y mujeres en todo el planeta. Cincuenta años después, intentamos aquí un acercamiento a la figura de Frantz Fanon–psiquiatra, intelectual, diplomático, revolucionario caribeño, africano y universal–y sobre todo a la palabra escrita y a la idea sustentada en Los condenados de la tierra. Nos detendremos inicialmente en el Prefacio. El primero de los muchos libros que comprenden Los condenados de la tierra es su Prefacio. Suficiente valor tiene el hecho de que fuera de la autoría del ya entonces prominente escritor y filósofo Jean Paul Sartre. Significación especial tiene que lo haya escrito un francés, es decir, un europeo, un blanco perteneciente al mundo de los dominadores; en una Francia en la que, incluso los sectores de izquierda y ni hablar de otros sectores ideológicos, ‘miraban hacia el otro lado’ o veían como buena y necesaria la barbarie que se cometía contra el pueblo argelino. El elemento nacional-racial-espacial constituye en sí mismo, sin todavía leer una sola letra del Prefacio, un desafío. Ello porque raza, nacionalidad y espacio geográfico eran factores conflictivos de primer orden en la lucha que había librado el pueblo argelino por su independencia desde la década de 1950, y aun desde antes. Máxime cuando este europeo-blanco-del mundo de los dominadores, cometió la herejía de situarse del lado de los dominados, de defenderlos y justificar sus actos. Sartre le habla a Europa sin rodeos; la confrontación con los hechos es clara y precisa. Es consciente de que las potencias europeas se repartieron en su día a toda África, que sometieron pueblos enteros a su antojo, saquearon sus riquezas, mataron, despreciaron, destruyeron; todo en nombre de una civilización superior, de una cultura y un humanismo cargados de cinismo. Pero le advierte a Europa que, “Nuestro maquiavelismo tiene poca influencia sobre ese mundo, ya muy despierto, que ha descubierto una tras otra nuestras mentiras…(16) Ustedes, tan liberales, tan humanos, que llevan al preciosismo el amor por la cultura, parecen olvidar que tienen colonias y que allí se asesina en su nombre.”(17) La década de 1950 se había distinguido por la obtención de la independencia de numerosos pueblos africanos y el nacimiento de nuevos Estados nacionales. La descolonización estaba en marcha. Otros Estados nacerían en África en la década de 1960, aunque la ruta que seguirían sólo provocaba incertidumbre. Nuevas formas de dominación estaban a la espera–el neocolonialismo–de parte de quienes no habían renunciado a seguir beneficiándose de esos pueblos tantas veces oprimidos y saqueados. Probablemente el testimonio más escandaloso de Sartre ante los ojos y oídos de Francia y Europa, fue la justificación que éste hiciera de la violencia desatada por los ‘indígenas’ deshumanizados contra los colonialistas. Lejos de rechazar esa violencia, que Fanon elevaría a la categoría de principio y derecho ineludible, Sartre ofrece al lector una interpretación atrevida y profunda. Impugna a quienes pretenden reducir la violencia en el discurso de Fanon a “…que una sangre demasiado ardiente o una infancia desgraciada le han creado algún gusto singular por la violencia; simplemente se convierte en intérprete de la situación...”(18) Dado que, “El colonizador, más que explotar al colonizado, trata de deshumanizarlo”, Sartre advierte que, “el salvajismo del dominado es resultado del salvajismo del dominador.”(19); que, “…no nos convertimos en lo que somos sino mediante la negación íntima y radical de lo que han hecho de nosotros”.(20) Acusa a Europa de ser la causante de la violencia, con la que tanto daño ha hecho a los pueblos africanos: “Se encuentran acorralados entre nuestras armas que les apuntan y esos tremendos impulsos, esos deseos de matar que surgen del fondo de su corazón y que no siempre reconocen, porque no es en principio su violencia, es la nuestra, invertida, que crece y los desgarra.”(21) Más aún–habrá que imaginar la incredulidad de los franceses al leer esas líneas–para Sartre, como para Fanon, la violencia es para el colonizado una vía superior e insustituible para rescatar su humanidad perdida: “…esa violencia irreprimible…no es una absurda tempestad ni la resurrección de instintos salvajes ni siquiera un efecto del resentimiento; es el hombre mismo reintegrándose.”(24) Para Sartre, “…el arma de un combatiente es su humanidad.”(25) Arma, que tengámoslo presente, será utilizada contra mercenarios franceses, contra franceses racistas y explotadores, contra europeos. Su atrevimiento fue francamente subversivo y estremeció más de un cimiento de la cultísima civilización francesa y europea: “…matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre; el superviviente, por primera vez, siente un suelo nacional bajo la planta de sus pies. En ese instante, la nación no se aleja de él: se encuentra dondequiera que él va, allí donde él está–nunca más lejos, se confunde con su libertad.”(25) Finalmente, Sartre hace una advertencia lapidaria a los franceses y europeos todos, de alguna manera incluyéndose a sí mismo y a quienes piensan como él; que inculpa a unos y libera a los otros, que toma partido como lo ha hecho desde un primer momento. Una advertencia sin titubeo, sin condescendencia ni paños tibios: “Nosotros hemos sembrado el viento, él es la tempestad. Hijo de la violencia, en ella encuentra a cada instante su humanidad: éramos hombres a sus expensas, él se hace hombre a expensas nuestras. Otro hombre: de mejor calidad.”(26-27) “Ustedes saben bien que somos explotadores. Saben que nos apoderamos del oro y los metales y el petróleo de los ‘continentes nuevos’ para traerlos a las viejas metrópolis. No sin excelentes resultados: palacios, catedrales, capitales industriales; y cuando amenazaba la crisis, ahí estaban los mercados coloniales para amortiguarla o desviarla…todos nos hemos beneficiado con la explotación. Ese continente gordo y lívido… ¿Y ese monstruo supereuropeo, la América del Norte?”(28) Su verbo fue apabullante; no hubo piedad alguna para llamar a Francia y Europa, y a Estados Unidos, enemigos del género humano, pandilla, cómplices de mercenarios, descompuestos, decadentes. “No es bueno, compatriotas, ustedes que conocen todos los crímenes cometidos en nuestro nombre, no es realmente bueno que no digan a nadie una sola palabra, ni siquiera a su propia alma, por miedo a tener que juzgarse a sí mismos.”(32) Sartre no tuvo miedo al asumir la defensa de una causa profundamente justa. Cincuenta años después, este Prefacio–lúcidamente pertinente en la medida en que mucha de aquella injusticia prevalece, así como la justeza de utilizar todas las formas de lucha, incluyendo la violencia revolucionaria, para alcanzar la libertad–le coloca en un sitial especial entre quienes hoy le recordamos.
Frantz Fanon
* El autor es profesor universitario y Co-Presidente del Movimiento Independentista Nacional Hostosiano.
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