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Escrito por Carlos Rivera Lugo / Claridad / MINH   
Jueves, 13 de Octubre de 2011 01:10

prgritaEn reacción a un reciente artículo mío en Claridad titulado ¿Qué hacen los puertorriqueños que no se indignan y se rebelan? (edición 3054 del 29 de septiembre al 5 de octubre de 2011, p. 8), un entrañable amigo me envío el siguiente comentario:

“Tengo varios amigos indignados, furiosos, listos a rebelarse, pero preguntan, ¿dónde es eso? ¿dónde uno va? ¿Con quién hay que hablar?, ¿Quién convoca? ¿Quien se encarga? ¿Quien dirige la rebelión? Honestamente, cuando tú sepas me envías palabra para yo avisarles”.

Mi amistad con el compañero se trabó a partir de una experiencia académica que compartimos en Cuernavaca, México, a finales de la década revuelta de los sesentas del pasado siglo. Fue en el Centro de Información y Documentación (CIDOC) dirigido por el reconocido educador jesuita, de origen austriaco, Iván Illich. Siempre recuerdo que recién llegado al Centro, me lo presentan y, entre otras cosas, le pregunto por Esperanza Godot, la persona con quien me había comunicado extensamente para coordinar nuestras actividades allí. Me pareció que nada allí ocurría sin que ella lo facilitase. Sin embargo, cuál sería mi sorpresa cuando Iván Illich me dice que ella no existe, al igual que el elusivo, por no decir inexistente, Godot de la famosa obra de Samuel Beckett, Waiting for Godot. El genial maestro me daba la primera lección: la vida es, en última instancia, cosa de los humanos de carne y hueso. Cualquier esperanza de que en torno a ella intervenga algún ser sobrenatural para facilitárnosla, es una esperanza vana.

El ser humano no es otra cosa que lo que él o ella se haga, dijo el filósofo existencialista francés Jean-Paul Sartre. “Estamos solos, sin excusas…el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace”, puntualiza en su obra El existencialismo es un humanismo. El ser humano es obra del mismo ser humano, había sentenciado antes Carlos Marx.

De ahí mi convicción de que si lo que queremos es hallar el fundamento último de nuestras rebeliones, de su articulación y potenciación práctica, no se debe buscar fuera sino dentro de nosotros mismos. Está en la autodeterminación.

En ese sentido, la posibilidad misma de una política de la liberación depende de que se niegue la sobredeterminación por parte de un ser o una entidad trascendental, sea Dios, el Estado, el Partido o el Mercado, cuyas lógicas sólo sirven para constituir sujetos incapaces de valorar su propio saber y experiencia, decidir y actuar a partir de ello sobre su propia vida y potenciar una voluntad de poder propia para la transformación efectiva de sus circunstancias.

De ahí que lo que a mi me parece claro, al amigo que me escribe le parece oscuro. ¿Dónde hay rebeliones? En todas partes. Por lo menos en Nuestra América, a partir de 1989 las ha habido, por ejemplo, en Venezuela, México, Bolivia, Argentina y Ecuador, marcando el paso de un poderoso giro político y económico a la izquierda en la región. Más recientemente, han estado las ejemplares rebeliones estudiantiles en Puerto Rico y Chile. Más allá de nuestro entorno inmediato, están las insurgencias árabes, así como las rebeliones que se escenifican en Islandia, Inglaterra, España y Grecia, entre otros.

Hasta en Estados Unidos, el movimiento Ocupa Wall Street que algunos pretendieron descalificar como el equivalente de “cuatro gatos” acampados en una plaza a un par de cuadras de su objetivo, ya lleva casi un mes. Más importante aún es el hecho de que ha motorizado una fuerza rebelde que se extiende ya a más de una treintena de ciudades, incluyendo Washington D. C., lo que por fin ha obligado a los grandes medios a reconocer su significación política.

¿Quién convoca? El poder está hoy potencialmente en todas partes. Se ha hecho red de redes, pluralidad de voces y voluntades, movimiento de movimientos. Más importante aún, se ha hecho poder constituyente.

Desde la década de los sesentas se empezó a operar a escala global unas transformaciones verdaderamente revolucionarias en la estructuración de la producción capitalista, incluyendo los procesos de producción de subjetividad. Sobre todo, el fenómeno de la subsunción real de la vida toda bajo las lógicas y las relaciones de fuerza propias del capital, ha transformado objetivamente a la sociedad toda en un espacio ampliado de producción social y, a su vez, de lucha de clases en sus variadas manifestaciones.

Como sostienen los ocupas niuyorquinos de Wall Street, junto al creciente empobrecimiento de casi el 99 por ciento de la población, se ha dado una progresiva proletarización masiva de la sociedad. La producción se ha ido desterritorializando fuera de sus espacios acostumbrados y socializando en sus efectos, particularmente en lo que respecta a las fuerzas productivas.

El proletariado ya no está centrado exclusivamente en la fábrica, sino que anida en todos los ámbitos de la vida social, sujeto a las lógicas valorativas del capital que se extienden ya a casi todo, sino todo. Todos hemos sido arropados y cooptados por sus redes.

Igualmente, el capital desterritorializa y socializa como nunca antes sus contradicciones. Por un lado, se ha intensificado la explotación y exclusión social a niveles escandalosos. A su vez, se ha potenciado, por necesidad, la indignación y resistencia de los afectados, la inmensa mayoría de la sociedad.

La existencia devaluada de la inmensa mayoría es la que convoca a un sujeto que cada vez tiene menos que perder más allá de sus cadenas y penurias. Hemos sido de repente arrojados a la peor barbarie del mercado capitalista, bajo el cual la sociedad se ha constituido en un orden civil de batalla. No nos queda más que someternos o rebelarnos contra sus arbitrarias imposiciones y asfixiantes desigualdades.

¿Quién se encarga? ¿Quién dirige la rebelión? Nosotros mismos, los mismos que padecemos y resistimos. Los mismos que deseamos forjar un futuro alternativo. No hay mayor misterio.

Ante la obsolescencia y pérdida de credibilidad de las instituciones con las que en el pasado garantizaba la obediencia a su poder, desde el gobierno a los partidos, las fábricas a las escuelas, los tribunales a las prisiones, el capital ha pretendido ejercer su control en esta nueva era colonizando directamente nuestros cuerpos y nuestras mentes. De eso es que trata al fin y a la postre la subsunción real de la vida toda bajo sus dictados.

Es precisamente por ello que la descolonización tiene que ser de la vida toda, es decir, desde donde se constituye y reproduce el poder del capital: desde cada uno de nosotros. Allí radica la fuente última del poder y de la soberanía en nuestros días.

De ahí el profundo simbolismo de la insurgencia de los cuerpos y mentes que se escenifica hoy por doquier, acampando y deliberando en plazas, marchando por calles y avenidas, enfrentando sin miedo la represión policial, organizando nuevos modos de sociabilidad basados en lo común de sus destinos humanos. Activando un proceso vital de aprendizaje y producción de saberes colectivos. Hallando lo que les une desde sus aparentes singularidades solitarias. Propiciando una inesperada sinergía afectiva, creativa y proactiva que es capaz de derrocar dictadores, hacer temblar a los mercados y desbloquear las posibilidades del cambio.

Bien hacemos en advertir, sin embargo, que no basta con la mera negación de lo existente. El reto actual es articular una lucha organizada estratégicamente para la construcción, desde las bases mismas de la sociedad, de un muy otro poder ajeno a las lógicas opresivas del capital. El problema en última instancia es el sistema y hay que ir pensando en como concebimos concretamente, desde lo común como forma primordial, un modo de vida u organización social poscapitalista.

Ahora bien, no se trata tampoco en última instancia de optar entre las formas espontáneas y las formas organizadas de lucha. Constituye un falso dilema. El propio V. I. Lenin –uno de los grandes teóricos de la organización de lo político- alcanzó en su momento la comprensión cabal entre ambas, sobre todo a raíz del proceso de constitución de los soviets.

De ahí que luego del ¿Que hacer? (1902), su alegato a favor de la estructuración de un partido de cuadros revolucionarios a cargo del desarrollo de la necesaria consciencia y organización revolucionaria del pueblo trabajador en las circunstancias particulares de Rusia, le siguió El Estado y la Revolución (1917), en el que lanza, sin empacho alguno, la consigna de “¡todo el poder a los soviets!”. Lenin supo entender que, debido al movimiento real de los acontecimientos, el peso principal del protagonismo de lo político había ya transitado del partido a las asambleas democráticas de obreros y campesinos que proliferaban espontáneamente por doquier. No hay momento más radical en sus posibilidades que cuando se alcanza potenciar el poder constituyente del pueblo para refundar, desde sí mismo, lo existente.

La derrota de la barbarie sólo puede ser el resultado de la más decidida acción común de libertad. Nadie nos puede representar mejor en ese empeño que nosotros mismos. Sólo falta que asumamos el reto.


*El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, miembro de la Junta de Directores y colaborador permanente del semanario puertorriqueño “Claridad”.

 

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